Escuchar artículo
|
Medellín es una ciudad enrejada. Esa es una conclusión rápida y llamativa a la que llegan las personas que la visitan por primera vez. Los enrejados no son extraños a otras ciudades colombianas e incluso a algunos visitantes latinoamericanos les recuerdan a casa, pero casi cualquier persona de otros lugares lo encontrará extrañísimo. Enrejamos nuestros hogares, desde unidades residenciales completas y bloques de apartamentos, hasta las ventanas de nuestras casas. Los muros coronados de filosas botellas rotas de múltiples colores es casi una estampa arquitectónica de nuestros vecindarios.
Obviamente, uno levanta muros o pone rejas para dejar a alguien por fuera. Es una expresión primaria y evidente de desconfianza. Es unilateral y generalizable. Parece decir que, aunque no desconfiemos de todas las personas, desconfiamos de las suficientes (muchas) como para encerramos y evitar que cualquiera amenace con entrar. Como todas las decisiones basadas en viejos prejuicios, pagan justos por pecadores.
Por eso, por lo generalizado y perverso, cada reja que cae, cada muro que logramos derrumbar es un pequeño milagro. Porque las rejas no han estado solo en las casas. Muchos de los espacios en los que los ciudadanos se entretienen y encuentran son privados y, por tanto, enrejados. El enrejado no tiene que ser solo con rejas y muros. Hay muchas maneras de mantener a alguien por fuera: agentes de seguridad instruidos solo para la sospecha o cerramientos con control de entrada y salida. Incluso hemos enrejado el espacio público. La última expresión del enrejado ha cercado a la Plaza Botero, uno de los espacios públicos más famosos de Medellín. Además de ser el lugar abierto con mayor concentración de obras de Fernando Botero, su ubicación lo convierte en conexión de muchos lugares emblemáticos de la ciudad: el parque Bolívar, el Hotel Nutibara, el Museo de Antioquia, el Palacio de la Cultura, entre otros. Pero, sobre todo, es un lugar de tránsito, encuentro y sociabilidad de cientos de miles de ciudadanos.
Para una ciudad a la que tanto le ha costado tumbar muros y bajar rejas, en la que cada centímetro de espacio público integrado a la ciudad es un milagro, lo del cerramiento de la Plaza Botero es una tragedia. Es la renuncia del gobierno local a enfrentar un problema. En particular, porque ha tenido por tres años a la mano muchas de las herramientas que ya hemos probado y usado exitosamente en Medellín para enfrentar problemas de seguridad y convivencia en el espacio público. Ha sido con la acción integrada de instituciones de seguridad y atención social, la movilización de ciudadanía e instituciones cercanas y particularmente, con activación cultural, que hemos abordado situaciones como las que indudablemente afectan a la Plaza Botero. Encerrarlo es el homenaje más innecesario a esa vieja tradición de desconfiar y dejar por fuera al otro, pero también es un reconocimiento de incapacidad y desconocimiento.
Supone uno que en la Alcaldía han estado tan ocupados con otras cosas como para molestarse por entender lo que ya había aprendido la ciudad.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/santiago-silva/