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Catalina Franco R.

El llanto de la amazonía

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“El peor trato de nuestra vida es siempre el que hacemos cuando perdemos nuestra sabia vida profunda a cambio de otra mucho más frágil; cuando perdemos los dientes, las garras, el tacto y el olfato; cuando abandonamos nuestra naturaleza salvaje a cambio de una promesa de riqueza que, al final, resulta vacía.”

La invención de la naturaleza. Andrea Wulf.

Hace unos días, mientras corría, miraba hacia arriba contemplando el baile de las ramas de los árboles, las hojas acariciándose entre verdes infinitos y el azul del cielo, y me rodaban lágrimas que el viento compasivamente se llevaba. Eran lágrimas espontáneas, incontenibles, de emoción y agradecimiento por esa belleza y generosidad descomunales, y también una forma de pedirles perdón.

El científico brasilero Carlos Nobre ha dicho que la parte sur de la Amazonía (desde los Andes hasta el océano Atlántico, tocando Perú, Bolivia y Brasil, 2,3 millones de kilómetros cuadrados) ya presenta signos de muerte. La estación seca está durando más y si pronto alcanza los cinco meses, su clima dejará de ser tropical. Se está incendiando, la están talando frente a todos nosotros abriéndole paso a la ganadería y la minería ilegal, con el beneplácito de un Bolsonaro negacionista del cambio climático que ha debilitado los órganos de control ambiental. Ese hombre es hoy la personificación del terror para la vida.

Es que hablamos de ese lugar único en el planeta con el que se han maravillado científicos y botánicos de todo el mundo, ese pulmón rebosante de riqueza que no terminaría de estudiarse jamás, ese tesoro generoso que ha soportado tanto por nosotros, que lleva años absorbiendo el veneno que cómodamente producimos. Y le pagamos con su propia muerte. Y no habrá un segundo Amazonas.

Carlos Nobre le habló a El País de la tragedia que vive la región con la mayor biodiversidad del planeta: “En una hectárea de selva amazónica hay 350 especies de árboles diferentes, más que todo el continente europeo. La Amazonía tiene 16.000 tipos de árboles. (…) Para la dictadura militar brasileña, la selva era enemiga del desarrollo, una mirada que comparte Bolsonaro. El bosque tropical no vale nada, debe ser sustituido por la ganadería, la agricultura, la minería. Hemos retrocedido 50 años.”

Esto solo lo hace —y lo permite— un ser humano desconectado de su esencia, de los ríos que recorren su cuerpo con sangre compuesta en un 80% de agua, de la tierra que crea todo lo que lo alimenta, de los árboles que producen el aire que respira y que tala para fabricar lo patéticamente irrelevante para quien no puede respirar.

Es un ser incapaz de reconocer la belleza, insensibilizado, distraído, voluntariamente ciego y alejado de la moralidad. Decía hace poco Rosa María Rodríguez en El País que «La dependencia de la naturaleza, tan importante en la antigüedad, es algo pasado de moda. Los estoicos defendían la naturaleza como medida del equilibrio moral”.

Colombia se ha contagiado de esa fiebre brasilera y en los últimos cuatro años ha deforestado terriblemente la Amazonía. Están en peligro también páramos y territorios foco de biodiversidad como el suroeste antioqueño. La Ministra de Ambiente designada para el próximo cuatrienio, Susana Muhamad, explicó en una entrevista en el podcast A Fondo con María Jimena Duzán que una de las bases de su misión será que el medio ambiente sea un eje transversal del gobierno, es decir, que los demás ministerios no serán ruedas sueltas, sino que deberán trabajar de acuerdo con ese corazón medioambiental que buscará la sostenibilidad —y la viabilidad, el futuro— de Colombia, la región y el mundo, en colaboración con esa parte de la comunidad internacional visionaria y consciente, interesada en que siga existiendo la vida.

Sería maravilloso ser ejemplo de un país que prioriza, valora, respeta y protege su riqueza y su diversidad natural. Eso no puede sino llevar a una vida mejor, más equilibrada e incluyente, y desembocar en nuevas formas de generar otros tipos de riqueza que no signifiquen la renuncia al futuro, además de la destrucción de la belleza.

Planteaba el escritor Juan Gabriel Vásquez, hablando sobre el informe de la Comisión de la Verdad en Colombia, que uno de nuestros problemas era la falta de imaginación, el no ser capaces de imaginarnos el dolor del otro. Creo lo mismo. Hoy la Amazonía arde y sus llamas, sus animales quemados, sus árboles caídos, su muerte lenta pero avanzada, son un llanto, un alarido de fondo permanente.

¡Imagínalos, óyelos, únete a su grito contra la barbarie! Porque dice Natalia Ginzburg que “Día tras día el silencio cosecha sus víctimas. El silencio es una enfermedad mortal”.

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