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Recordarán a Scrooge, el famoso personaje de la brillante obra de Charles Dickens “A Christmas Carol”. Scrooge era amargado, tacaño, egoísta, lejano a los demás. Al impopular personaje lo visitan los espíritus del pasado, el presente y el futuro, haciéndolo reflexionar sobre sus comportamientos al punto de convertirlo en alguien más consciente, amable y vivo. Acudo a esta obra, un poco inspirado por el espíritu navideño, porque me recuerda lo fácil que se puede ser como Scrooge en esta sociedad del cansancio, en particular, en el mundo académico. A pesar de esto, como a Scrooge, hay “espíritus” que pueden ayudarnos.
Digo ayudarnos porque llegué a ser como Scrooge. Nunca he sido amargado, grosero o tacaño (eso espero), pero sí llegué a creerme superior a los demás o a pensar que todos eran unos estúpidos con sus comentarios o conversaciones durante parches con amigos o encuentros familiares. La fuente de esa superioridad que sentía no era otra cosa que buenas notas, felicitaciones de profesores, publicaciones, cartones y otros logros académicos. A punta de estos elementos construí una especie de perfil, una forma de actuar.
Si tenía el potencial de pertenecer al mundo académico, de parecerme a los “Doctores”, tenía que asumir un rol. Debía leer incansablemente, y no literatura. Dormir ocho horas era mal visto, siete era sospechoso y seis ya empezaba a ser aceptado. Lo mejor era no dormir, eso era digno de admiración y felicitación. No dormir para trabajar, para adelantar trabajos, para sacar adelante proyectos de los que hoy no recuerdo nada.
¿Comer?, eso pasó a un segundo plano. Era más importante llegar cumplido a clase, así eso implicara no tener tiempo de picar jamón o tomate para hacer un huevo o calentarme una arepa. La solución eran las galletas Tosh de miel todos los días; fácil, rico y rápido (no me patrocinan, pero deberían). El café en la cafetera, mi favorito, se volvió inviable. Tardaba mucho en hacerse. Café instantáneo comenzó a acompañarme.
Tenía 19 años. ¿La fiesta?, ¿los amigos? Por un lado, no había tiempo de tener guayabo un día entero y, por otro, los viernes prefería aprovechar para dormir un poco y recuperar energías perdidas en la semana.
Todo eso en mi primer año viviendo en Bogotá. Al regresar de vacaciones a Medellín, me sentí extraño. Mis papás se alegraban con el hecho de que publicara un par de artículos o ganara algún concurso, pero no me trataban diferente. En Bogotá, por el contrario, quienes me rodeaban cambiaron la forma de mirarme y hablarme. Había una especie de respeto o admiración extraña, fruto de algunos “logros”. En la capital entonces, yo comenzaba a ser “Alguien”, con mayúscula.
Pero ese Alguien era valioso en la medida en que escribiera algo, asistiera a reuniones, leyera todas las lecturas, produjera. Mi esencia, la persona detrás de mi nombre, estaba desaparecida.
La pérdida de mi personalidad se hizo evidente en conversaciones con mis amigos de Medellín. En los parches me sentía lejano, distante. ¿Cómo así que no vamos a hablar de política, derecho, noticias o teorías extrañas? Las charlas en los parches oscilaban entre fútbol, fiestas y chismes. Me sentía confundido. Nada aportaban esas conversaciones, de nada servían. Me quedaba callado esperando hablar de otras cosas o, en últimas, para irme.
Un día lo viví desde otra perspectiva. Estaba en un viaje con amigos. Estábamos tomando cerveza, descansando. Comenzamos a hablar sobre un tema de economía. Ellos sabían muchísimo más que yo, así que me limité a escuchar y preguntar. Estábamos en vacaciones. Pasaron dos horas y seguíamos hablando del mismo tema. Agotado y ya medio prendido les propuse que habláramos de otra cosa. Estuvieron de acuerdo. Fueron 10 segundos incómodos de silencio donde nadie supo qué decir. Estábamos vacíos. Algún tema surgió de momento, pero, al rato, la conversación inicial fue reanudada.
Pensé en lo agotador que era ese tipo de relacionamiento desde afuera. Tal vez si conociera más del tema no hubiera pensado en esto y no hubiera propuesto que habláramos de otra cosa. Pero esa falta de conocimiento fue la que me ayudó a abrir los ojos. Una especie de espíritu que me mostró mi presente, el presente vacío que yo mismo había construido.
Un segundo fantasma apareció: la ansiedad. Durante exámenes o antes de reuniones mi corazón se aceleraba incansablemente, las manos me sudaban, mi mente se nublaba y lo único que quería era renunciar a todo, tirarme a la cama y llorar. Salía de reuniones con la excusa de que tenía dolor de cabeza o de estómago para llegar a mi casa a silenciarme con las almohadas.
De la mano de mi psicóloga logré identificar que se trataba del fantasma del pasado. La ansiedad surgió por la imposibilidad de fijar límites, de pausar. Esta dificultad, según lo identificamos, se da, entre otras razones, debido a que desde pequeño era mi familia o mis profesores quienes se encargaban de poner los límites a mi actuar. Eso ocasionó que, aún hoy, se me dificulte ponerlos por mi propia cuenta.
Soy muy propenso a trabajar excesivamente por lo que me apasiona, pero, contrario a lo que nos han dicho toda la vida, eso no está bien. La academia, por ejemplo, nos apasiona a muchos y, por tanto, termina abrumándonos. Nos llenamos de responsabilidades porque sabemos que nos gusta. Pero esa pasión encuentra los límites en el cuerpo. Nuestro cuerpo se encarga de advertirnos que esa pasión se ha convertido en una obligación.
Con ese panorama, es fácil identificar el fantasma del futuro. De no cambiar mi estilo de vida, lo que me esperaba era una ansiedad constante y una vida desequilibrada donde mi existencia se vería limitada o reducida a la producción de artículos, dirección de proyectos, exposiciones, entre otras cosas. Los demás serían importantes en la medida en que también cumplieran esos requisitos. Una vida en la que esos 10 segundos de silencio en la conversación serían constantes: vacía.
No pretendo decir que no se debe trabajar, que la academia es inútil o que siempre se debe renunciar a todo. Busco, más bien, repensar ese rol de académico que, en su momento, decidí asumir. Creo que se puede ser académico sin desconectarnos de nosotros mismos, de nuestro cuerpo. Todos tenemos un rol importante en esto, pues fueron mis compañeros quienes apoyaron la construcción de ese Alguien. Ellos, de la mano de profesores, en algún momento me hicieron sentir que la ruta que estaba tomando era la indicada.
Los “espíritus” me mostraron que debo dejar de valorarme por lo que produzco, debo dejar de compararme y debo disfrutar del tiempo que utilizo para otros fines sin sentirme culpable por ello. Aprendí que el espíritu se llena con conversaciones irrelevantes, bromas pesadas, chismes picantes y chistes malos. Un parche no es una exposición o un lugar donde se califica lo que dices.
Que en esta navidad y en este año nuevo reflexionemos sobre esas cadenas camufladas en pasiones. Quizás eso nos quite la amargura, nos posibilite disfrutar todo tipo de conversaciones y, en últimas, vivir.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/martin-posada/