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La migración del campo a la ciudad es un viejo asunto social que hoy afecta la seguridad alimentaria del mundo. En Colombia el deseo de emigrar, de abandonar la aldea en donde padres y abuelos nacieron, ha estado presente en muchos jóvenes que viven en las zonas rurales. La aspiración a algo supuestamente mejor que ocurre en la ciudad, de ir a la universidad, de conseguir un trabajo en una empresa, de abandonar ese silencio aturdidor del campo. Dicha tensión ha sido poco retratada en el cine colombiano pese a que la vida en el jornal es uno de los temas más visitados.
Algunas películas colombianas que han retratado el campo han contribuido a su exotización. En sus narraciones han presentado a los campesinos como piezas de arte, como objetos inanimados que guardan tradiciones ancestrales. Sus planos de eterna contemplación parecen más una filmación de objetos de museo que la narración de una historia. Sus relatos han reproducido estereotipos de campesinos casi mudos. Son la materialización del mito racista del buen salvaje aplicado a agricultores.
Esta visión prejuiciosa, esta sacralidad estética de la vida rural, intenta detener lo inevitable: la trasformación de las realidades campesinas por el influjo de la globalización, internet, y la cultura popular. Y sí, en buena parte de las veredas de Colombia los celulares con internet son un objeto extraño, y la señal solo posible con un Avantel, pero eso no impide esa suerte de sincretismo cultural que es hoy la vida en el campo, lleno de complejidad y situaciones aparentemente inconsistentes.
La semana pasada vi La Roya, el segundo largometraje de Juan Sebastián Mesa, el director de Los Nadie (a mi juicio una de las mejores películas colombianas de los últimos años). La Roya es una historia de migración campo ciudad que se aleja de esa sacralidad estética construida con prejuicios, del racismo de asumir la vida rural desde la caricatura. El director y su equipo nos presentan el campo colombiano plagado de complejidad, de contradicciones, de situaciones tan aparentemente fuera de lugar en ese imaginario idílico de lo rural donde los campesinos son objetos de contemplación. Pero no aquí, en La Roya los campesinos son sujetos y no objetos, son seres humanos que trascienden sus tradiciones y sus lugares de origen, recolectores de café y amantes del reguetón de Rayo y Toby, jornaleros motilados con el siete que van a fiestas electrónicas y consumen LSD. En noviembre, la película se estrenará en Colombia y tengo la alegría de decir que varias personas a las que quiero trabajaron para hacerla posible. Estén pendientes de sus redes sociales —@peliculalaroya en Instagram— y vayan a ver en salas una historia que busca, a mi modo de ver, la verdad de la vida rural.