Para escuchar leyendo: Por ti Colombia, Piero.
¿Uno cómo escribe sobre la tragedia? ¿Qué más hay por decir sobre los horrores de ese noviembre terrible de hace cuarenta años? ¿Valdrá la pena hacerlo? Yo creo que sí. No para repetir lo sabido, sino para remover los escombros que aún pesan sobre nuestra memoria: los que dejó el fuego, los que dejó el lodo y, sobre todo, los que dejó el Estado al decidir quién merece ser recordado y quién no.
Porque sí: lo que ocurrió en 1985, tanto en Bogotá como en las faldas del Ruiz, fueron tragedias de dimensiones dantescas, pero también —y duele escribirlo— desastres evitables. Carajo, que se tomaron el Palacio de Justicia en pleno centro de la capital, que lo retomaron arrasando, torturando, desapareciendo quienes tenían el mandato constitucional de cuidarnos. Y que, una semana después, territorios enteros quedaron sepultados bajo el lodo mientras los gobernantes trataban de exagerados a quienes imploraban por prevención. Carajo, carajo, carajo: este país vivió su peor hora por la soberbia y la ceguera de sus dirigentes.
Pero hay algo más: incluso el recuerdo quedó mal hecho. Bajo los escombros simbólicos, la memoria oficial acomodó a sus protagonistas. Los nombres que se evocan con solemnidad son los de los magistrados, las víctimas encumbradas, los que tienen retrato y ceremonia. Pero ¿quién recuerda a los celadores, a los secretarios, a quienes servían tintos, a los estudiantes, visitantes y trabajadores atrapados en la mala suerte de su destino? ¿Quién pronuncia los nombres de los que salieron vivos y luego fueron desaparecidos? ¿Por qué hay muertes que no caben en la narrativa heroica? Ahí siguen, bajo los escombros de un país que prefiere no ver.
En Armero ocurre algo similar. Convertimos la ciudad en metáfora, en símbolo de la “tragedia natural”, como si hubiese sido un rayo caprichoso y no una catástrofe anunciada. Pero Armero no fue solo Armero: Chinchiná, Mariquita, Villamaría, el Líbano, barrios completos arrasados, familias campesinas borradas del mapa. Los recordamos apenas como cifras; los invocamos, si acaso, cuando algún noviembre nos obliga a sentir.
La memoria en Colombia es selectiva: cubre con flores a unos y con tierra a otros. Se levanta un monumento para los importantes, mientras muchos siguen desaparecidos en archivos, morgues o fosas. El país que normalizó la tragedia también normalizó olvidarla.
Por eso vale la pena insistir. No para conmemorar por costumbre, sino para quitar los escombros con las uñas. Para decir que no es solo Armero ni solo el Palacio: es la suma de todas las vidas humildes que nunca entraron en los libros, la suma de todos los muertos que aún esperan nombre. Porque si no hablamos, si no escribimos, si no insistimos, la historia seguirá repitiendo su truco favorito: convertir el horror en rutina y el duelo en trámite.
Y ya estuvo bueno, hombre. Es hora de pelearle a la memoria oficial y rescatar lo que aplastaron las ruinas. Porque entre los escombros todavía respira un país que merece ser contado entero, sin jerarquías del dolor, sin silencios convenientes. Todavía hay quienes nos deben respuestas, todavía hay dolores por curar, todavía está herida el alma de la Nación.
¡Ánimo!
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