Los hijos del odio

Hubo un tiempo en el que éramos capaces de reírnos con tranquilidad de situaciones terroríficas hipotéticas que no podían ser sino chistes. Podíamos decir “imposible” y, casi sin falta, tener razón. No era un mundo impecable, pero tenía un mínimo de predictibilidad en cuanto a los horrores descartables. Ese mundo ha quedado atrás. Ya no podemos reírnos tranquilos ni decir imposible frente a lo descabellado, escalofriante y distópico.

Vimos —ojalá pudiéramos olvidar un video de Gaza sin palestinos, billetes lloviendo sobre playas paradisiacas y una estatua enorme dorada de Donald Trump, y sí: fue el presidente de Estados Unidos quien lo compartió. Vemos a ese mismo mandatario y a su patético vasallo humillar al líder de una nación que lleva tres años (y casi cincuenta mil muertos) defendiéndose de una potencia nuclear que la invadió, y exigirle que diga gracias y que respete. Que Trump –Estados Unidos, que lo eligió y no hace nada para detener esta locura– le quiera cobrar a Ucrania el apoyo en su defensa desdibuja la alianza en torno a determinados valores y la legalidad internacional, y presenta más bien un panorama de mercenarios. Ahora resulta que Ucrania debe pagar una deuda desde los escombros –los suyos y los de la moral de los nuevos fachas. Habla Juan Gabriel Vásquez de “la infinita capacidad del trumpismo para lo que en inglés se llama gaslighting: negar lo evidente, confundir hasta que la gente cuestione su propia percepción de la realidad”.

El silencio es complicidad. Si no expresamos radicalmente el asombro ante el delirio, si no nos aferramos al “¡imposible!”, cada vez deberemos tragarnos sapos más gordos, nada demencial será raro o inaceptable, deberemos acostumbrarnos a una normalidad oscura, como si se fuera la luz para siempre y debiéramos vivir intentando saltar abismos hasta, inevitablemente, caer en uno. Escribió Elvira Lindo que era “muy posible que cuando Stefan Zweig se quitó la vida pensara no solo en el acabamiento de su ayer sino en la imposibilidad de un futuro en el que se reparara todo el dolor causado”. El mundo está sumando dolores inconmensurables, heridas hondas que tal vez no sabremos cómo sanar. Intuir todo ese dolor acumulado que ahogará el futuro frena también el presente, nos hace vivir pendientes del abismo. Y engendrar hijos del odio.

Porque hay niños que están creciendo rodeados de esta narrativa, oyendo alaridos e insultos de quienes dicen liderar naciones intachables y viendo a sus padres babear con memes que distorsionan la realidad y que priorizan la burla sobre el pensamiento. Esos niños están respirando odio, alimentándose del asco al diferente y del sálvese quien pueda, no vivieron esos tiempos en los que podíamos decirimposible”, sus mentes devoran videos creados por la inteligencia artificial en los que todo es admisible, incluso un resort en Gaza en donde el dinero sepulte escuelas y hogares y hospitales destruidos, y a más de dos millones de personas que será difícil visualizar allí. “¿Y cómo se empieza el amor desde cero? ¿Cómo se ama en un mundo sin referencias?”, escribió Andrés Barba en República luminosa. Qué referencias tendrán esos niños.

Seguro vieron el video en el que una ballena se traga a un chico chileno que iba en un kayak y después lo escupe (en un presente tan fantástico, algunas cosas son verdad). Por supuesto que me impresionó ver la boca enorme de la ballena y al chico desaparecer, pero me impresionó más la calma alucinante de su padre cuando, al verlo de nuevo, le dice repetidamente “tranquilo, tranquilo”. Dijo también Andrés Barba en ese libro: “Muchas personas hasta ahora razonables se preguntan qué será lo siguiente. Una pregunta que tal vez no esté del todo bien formulada. Cuando una sociedad comienza a dudar de todo, la pregunta que hay que hacerse no es: ¿existe la telepatía?, sino: ¿en qué lugar estamos heridos?”. Busquemos la herida con calma pero con urgencia, a ver si logramos volver a ver la luz.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/

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