Un estudiante me salvó

Durante mi experiencia como docente rural conocí a Diego, un estudiante de noveno grado que fue víctima de reclutamiento forzado por parte de un grupo armado ilegal en la subregión del Urabá antioqueño. En la mañana, habitaba la escuela, dormía en las clases, comía merienda y jugaba fútbol con sus compañeros; en la noche, permanecía despierto, atento a quien se movilizara sin autorización por las carreteras veredales.

Diego recién cumplía 15 años de edad y ya había vivido la barbarie de la guerra. No tenía padres y su única cuidadora era su abuela de 85 años. Como casi todos los niños, niñas y adolescentes (NNA) del Urabá, creció en la pobreza extrema con la esperanza de tener un mejor futuro como el de sus ídolos futbolistas: Juan Guillermo Cuadrado y Camilo Zúñiga. No obstante, para algunos maestros del colegio, Diego era un caso perdido, una mala influencia para sus compañeros.

Como director de grupo, conocí la historia de Diego y por alguna razón, el estudiante sintió la suficiente confianza para contarme sus dolores y sueños. Afirmaba que desde el día que fue reclutado, encontraba en el aula de clase la oportunidad de estar seguro, lejos de las trochas y fusiles. Sin embargo, estaba pensando en no regresar, porque no soportaba que le hicieran mala cara y lo trataran como si fuera un bicho raro en el colegio.

Como la historia de Diego, existen más de 907,000 estudiantes que abandonaron el sistema educativo en 2024, según el Sistema Nacional de Información de Educación Básica (SINEB). Esta cifra es alarmante y refleja una tendencia creciente en los últimos años. Los jóvenes de secundaria son los más afectados, especialmente en departamentos como Putumayo, Caquetá y Guainía. Esta deserción no solo responde a la falta de recursos, sino también a la sistemática práctica de reclutamiento forzado. Así lo registró la Defensoría del Pueblo en 2023, donde al menos 184 menores fueron víctimas de reclutamiento, siendo las comunidades indígenas las más vulnerables.

Un día, los actores ilegales impusieron un paro armado, las escuelas tuvieron que cerrar y los NNA fueron confinados a sus hogares. Indignados por la situación, un grupo de profesores decidimos recoger víveres y visitar la institución educativa que en medio de los enfrentamientos servía como refugio para los campesinos desplazados. Cerca de la escuela fuimos detenidos por un grupo de hombres armados quienes nos bajaron del vehículo en el que nos transportábamos. Angustiados, repetíamos que éramos maestros y que nos respetaran la vida. Estos hombres cada vez más enojados aumentaban su tono de voz y nos acusaban de infiltrados. Decían que no teníamos acento de la región y que nadie podía romper el toque de queda, ni siquiera un grupo de profesores cachacos. Minutos después, nos obligaron a acompañarlos a una casa que servía de cuartel, donde según uno de los uniformados se encontraba el comandante.

Desde el marco de la puerta se podía ver hacia adentro un patio lleno de botas y de ropa de civiles en el suelo. Era inevitable recordar las historias que los estudiantes contaban en los pasillos de la escuela sobre las casas de tortura de la región. Cuando estábamos apunto de cruzar la puerta, como quien entra a la boca del lobo, se escuchó un grito desde la carretera: profe, profe, ¡suelten al profe! Era Diego.

Los hombres no reaccionaron de inmediato, así que el estudiante, ahora guerrero, se dirigió a donde estábamos y susurrándole algo al líder de los uniformados, este ordenó que nos liberaran, no sin antes advertirnos: “que no se les vuelva a ocurrir salir durante el paro armado, porque de pronto no están de suerte como hoy, recuerden que la ley es para todos, incluidos los profesores”.

De regreso al casco urbano, Diego nos alcanzó en una moto y nos pidió que tuviéramos cuidado con los francotiradores, quienes ubicados en las montañas no distinguen de buenos y malos. Antes de despedirse Diego me contó que se iría para el monte y que extrañaría la escuela, jugar fútbol con sus compañeros y las conversaciones en el aula de clase. Me extendió la mano y me dijo que, si algún día regresaba al pueblo, terminaría el bachillerato y le compraría a su abuela una casa donde no le faltara nada.

Hace diez años no se sabe nada de Diego, sin embargo, la tragedia que él representa está más vigente que nunca: en el drama de los 20,000 estudiantes que no pueden ir a la escuela en el Catatumbo a causa de los enfrentamientos entre grupos armados; en los 409 NNA reclutados durante el 2024, y en los 117 casos de amenazas a docentes en el departamento de Antioquia en lo que va del año.

Diego a los 15 años quería ser futbolista y la guerra le arrebató ese sueño. Ojalá la fortuna lo haya favorecido y ahora tenga un mejor futuro.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-carlos-ramirez/

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