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Amalia Uribe

Homenajes: una voz en el silencio

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"Meses después de su muerte, llegó a mi casa el anuario de MIT, universidad de la que se graduó mi abuelo como Ingeniero Químico. Empecé a imaginarme quién era él en esa época de estudiante: su voz, sus palabras, sus historias."

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Eran las dos de la tarde del domingo 8 de julio de 2001. La casa estaba en silencio, solo se escuchaba un leve murmullo del televisor de la biblioteca, que siempre estaba sintonizado en el canal Film and Arts. Rodrigo permanecía sentado en su silla, conectado a esos aparatos que le prolongaban la vida. Su corazón palpitaba y aún podía respirar, pero había perdido el conocimiento. No hablaba, hacía sonidos como los de un bebé. A veces lloraba o mostraba una especie de sonrisa cuando sus hijos y nietos le hablaban. Eso era lo que quedaba de él.

Pasé caminando al lado de ese salón y pensé en ir a saludarlo como era costumbre: uno se le acercaba, le daba un beso en la frente, le cogía la mano y le decía alguna frase, cualquier cosa con tal de hacerle sentir que todavía importaba, que notábamos su presencia. Pero ese día pensé que él no se daría cuenta de mi saludo, y la piscina de la casa de mis abuelos me pareció mucho más divertida. Mi abuelo Rodrigo murió dos días después en la cama de su casa en Medellín. Durante años me reproché este hecho en silencio, no se lo conté a nadie, porque la culpa, pesada como un mástil, más todavía cuando uno es niño, me lo impedía. Me daba vergüenza aceptar que había preferido ir a jugar que a saludar a mi abuelo. Era un dolor insoportable con el que cargué durante mucho tiempo como el morral repleto de libros y cuadernos que llevaba todos los días al colegio.

Meses después de su muerte, llegó a mi casa el anuario de MIT, universidad de la que se graduó mi abuelo como Ingeniero Químico. Empecé a imaginarme quién era él en esa época de estudiante: su voz, sus palabras, sus historias. Lo veía ahí, tan inocente, sin saber el futuro prometedor que lo esperaba ni el silencioso fin que le pondría la vida. Un día cualquiera entendí que no fue su muerte la que me causó el dolor, sino la ausencia de su vida en la mía. No haber hablado con él, no conocer su voz, no tener ningún recuerdo suyo excepto el de esos saludos simples y sin respuesta. Su boca abierta y su mano temblorosa buscando algo para aferrarse, como una vela que está a punto de apagarse y continúa encendida a pesar del roce del viento. A él lo fui descubriendo en otras voces, en otras memorias, en otras personas.

En mi casa hay evidencias de su existencia en esta tierra en forma de objetos, en el lapicero que tiene su nombre marcado, en una placa que le otorgó la Cuarta Brigada del Ejército, en las copas de cristal donde tomó el vino que quiso, en la vajilla que trajo de Europa para atender invitados, en fotografías de su infancia en Bélgica y su juventud en Estados Unidos, en esos libros que alguna vez leyó y que ahora hacen parte de mi biblioteca, como las Obras completas de Borges, firmadas por el autor, La Montaña mágica de Thomas Mann, y la Divina comedia, que para leerla aprendió primero italiano, pues decía que los grandes lectores debían leer las obras maestras en su idioma original. A veces los abro solo para imaginar que sus ojos están ahí, como si hubieran dejado su retina pegada a las páginas, pero me encuentro con algo mejor: sus anotaciones y líneas resaltadas de su puño y letra. Puedo ver que no tenía buen pulso, y recuerdo que el mío tampoco es muy firme. Me río para mis adentros. Algo heredé de él, más que el apellido. Y entonces me surge un pensamiento tan asombroso como aterrador: una parte de mí murió con mi abuelo, y también una parte de él aún existe conmigo.

No supo nunca lo importante que fue para mí ni la curiosidad que me generó su historia. Yo tampoco lo sabía. Como dice Irene Vallejo, “Cuánto tardamos en reconocer a quienes nos van a cambiar la vida”. Hoy lo reconstruyo como un personaje de ficción del cual llevo el apellido, pero que persiste como un fantasma. Se mueve entre los recuerdos, hace parte de un rompecabezas genealógico que comienza años antes de su nacimiento y del mío, pero sigue siendo soledad, una estrella fallecida hace miles de años luz de la que aún percibimos el brillo. Nuestros muertos son esa eternidad prolongada en nosotros de algo que fuimos y no conocemos. Una estatua erigida sobre terrenos desolados, conquistados y liberados. Una voz en el silencio.

Escribí sobre él a propósito del que sería su cumpleaños 104, el próximo martes 12 de abril, a manera de catarsis con la Amalia de once años, para contar una historia que solo yo puedo narrar, y para eternizar, como siempre he creído que es la mejor forma de hacerlo, a los que amo.

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