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Hace diez años me fui del país por ocho meses. Fue la mejor experiencia de la vida hasta ese entonces. Pero había algo que extrañaba todos los domingos cuando me levantaba, y especialmente cuando conocí el frío de menos de cero grados: el buñuelo. Vos te imaginás, le decía a esa mujer que se veía reflejada en la ventana, tomando té con leche, viendo caer nieve por primera vez, que tuviésemos un buñuelo.
Lo primero que hice la primera mañana que me levanté de nuevo en casa fue comer buñuelos: el paraíso es morderlo, escuchar el crunch, saborear esa bola de queso, volver a empezar.
La abuela me enseñó a hacerlos desde que era niña. Es uno de los recuerdos más nítidos que tengo. Sus reglas eran claras: queso costeño bien molido, nunca apretar la masa que se arma con una sola mano, revisar la temperatura del aceite antes de echar una nueva tanda con un minibuñuelo que debe subir en nueve segundos. Le quedaban perfectos. Me creó la obsesión por la redondez. O son redondos o no son.
Mis preferidos son los mini porque uno puede comer más, revivir la experiencia muchísimas veces. Lo que hay dentro de la cáscara no me interesa tanto como la cáscara misma. No creo en los buñuelos gigantes ni menos en los de arequipe, mermeladas, helados, morcilla, y todo lo que se les ha ocurrido intentar. Salvo los de mozzarella, la perfección del buñuelo no necesita más.
Desde hace un año y nueve meses no vivo en Colombia. Antes de venir, todos los domingos desayunaba con buñuelos. Era el único motivo para levantarme de la cama ese día. Disimulando la pijama con un saco, bajaba hasta la panadería en donde los buñuelos se estaban girando solos. Me aguantaba incluso la fila, pero la clave era ir antes de la salida de misa. Mientras otros rezan, algunos comemos buñuelo.
Pero ahora no hay buñuelos en las panaderías. La más cercana me queda a 35 minutos caminando, y no tienen ni idea de lo que es un cheeseball. Pobre gente, pienso, que no conoce el paraíso.
Sin embargo, desde esa vez que viví sin buñuelos por ocho meses, me prometí a mí misma que nunca más, y menos cuando uno sabe hacerlos. Desde la primera semana que llegué a esta ciudad del midwest estadounidense, cuando apenas tenía tres platos, dos ollas, una silla y una cama, exploré las posibilidades. El mejor queso disponible es el fresco mexicano que venden en el Walmart. Luego hay que hacer la mezcla: fécula de maíz con harina de yuca, que se consigue como cassava o tapioca flour, polvo de hornear. Lo demás es fácil: huevo, leche, aceite. Y convocar el espíritu de la abuela.
Al menos, una vez al mes, hago buñuelos. Porque la vida no puede ser de otra manera, y menos si uno está mirando a la ventana, cae nieve, está tomando chocolate y no hay buñuelos.
Es como la vida sin arepa. Quizá mi función en el mundo es que la gente que no sabe qué es la arepa, la pruebe. La arepa debería pertenecerle al mundo. Viole, mi amiga española, ya la descubrió, y lo mejor es cuando me mira y dice: ¿Arepita? Porque qué es un desayuno sin arepa. La pregunta que más me gusta hacerle a alguien que no es colombiano es: ¿Vos qué desayunas? Tal vez para mirarlos con lástima: pobres. Cuando no hay arepa, es porque hay buñuelos —voy a confesar aquí que ya descubrí las biscuits y puedo desayunar biscuits con queso, pero shhhhh, no hay que ir diciendo eso por ahí, porque puede ser considerado traición—. En este país que no sabe ni de arepas ni de buñuelos, gracias a la migración y a Amazon, desayuno arepa todos los días.
Si alguien me pregunta qué hay pa’ la tusa, yo digo: un buñuelo. Y no porque la tusa se vaya a ir, sino porque calienta el corazón. Reemplácese tusa por tristeza o cualquier necesidad similar.
Quien no sabe de buñuelos, a cualquier santo le reza, dice muy bien el dicho. Pero lo que sí hay que aceptar es que en diciembre algo pasa y los buñuelos saben a Navidad, aunque uno haya comido todo el año. No es la natilla, jamás, que es tan maluca que se hace una vez al año y para regalar, y que por eso solo se vuelve famosa en diciembre —y no estoy hablando de la natilla de caja que es un postre muy delicioso, pero no es la tradicional colombiana que se hace con maíz y se demora toda la vida en la paila. Es la mezcla que hay entre el buñuelo y la Navidad, que supongo se resume en que uno está queriendo abrazar a todos los que quiere y desear que el próximo año sea mejor. Esa esperanza que le ponemos al enfrentamiento entre el último día del año y el primero.
Hablo de buñuelos porque estoy enamorada de ellos. También porque en las noticias y en las redes sociales se siente que el mundo se va a acabar, que Colombia va de culos para el estanco, y pues mejor prepararse: para el fin del mundo, un buñuelo.
Si no fuera porque el amor de mi vida es un gato, diría buñuelo.
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