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El liderazgo perdió profundidad. Sí. Ese término que años atrás denotaba un estado superior de lo humano hoy es liviano, fútil, tiene que ver más con el espectáculo que con la naturaleza propia de su cosmogonía.
Hace algunos años, cuando nos referíamos a un líder o una lideresa, nos sentíamos imbuidos por una suerte de enriquecimiento espiritual, así como una honda admiración por las acciones que le entregaban la dignidad del término a esa persona. Soñábamos con emular aquellos actos que rayaban en lo heroico, desprovistos de egoísmo o individualismos. Lo mejor de los líderes era que no se sentían tal o al menos no parecían tener el afán por ganarse ese rótulo.
Hoy es distinto. Hoy todos quieren ser líderes, pero pocos quieren hacer el trabajo del líder. Quieren señalar la senda, pero no abrir el paso para recorrerla. El liderazgo, un término que difícilmente se encontraba en un libro a inicios del siglo XX, hoy se esparce como cuando una persona se contagia de varicela. Está en todas las conversaciones, en todos los escenarios, en todos los momentos. Es tanto el uso que se le ha dado que, paradójicamente, se ha olvidado lo que significa.
El liderazgo en la actualidad tiene más que ver con parecer líder que con realmente serlo. Estamos inundados por frases motivacionales con unos fondos artísticos que nos llevan a pensar que para ser líder solo hay que proclamarlo ante el universo. Asimismo, estamos rodeados de “líderes”, especialmente en la política, que más que líderes son candidatos o funcionarios públicos, pero que si los midiéramos por sus acciones lejos estarían de llamarse así. ¿Por qué? Pues porque en muchas ocasiones el liderazgo tiene que ver con la impopularidad, y en cualquier rincón del planeta se puede ver que cada vez los gobernantes trabajan más para agradar que para guiar con acierto a una sociedad.
Infortunadamente hemos confundido el liderazgo con la posición. Asumimos que si alguien tiene un alto puesto en una organización (empresarial, social, cívica, académica, pública, etc.) es porque es un líder, lo cual no es necesariamente así. En muchas ocasiones lo que vemos es una competencia férrea entre personas que quieren llegar a la cúspide, pero que buscan llegar solas, lo cual no quiero condenar, pues el egoísmo es tan humano como la generosidad.
Creo, sí, que enfrentamos una crisis de liderazgo. A las posiciones donde deberían llegar los líderes están convergiendo ilusionistas, expertos en crear distracciones y distorsiones, no en guiar cambios reales. Quizá por eso, sería bueno comenzar a desescalar el uso del término, para que no caiga en el cajón de los términos desgastados como la sostenibilidad, la resiliencia o lo holístico. No todo el mundo es líder; es más, a no todo el mundo le debería interesar ser líder. El primer paso para eso puede partir de comprender que no ser líder no significa ser un fracasado (los capitanes no necesariamente son los que hacen los goles). Por otro lado, quien decide ser líder, debería tomarse en serio su aspiración, lo cual puede llevarle a entender que liderar tiene que ver más con el hacer, con poner el ejemplo, con guiar y buscar a quienes son mejores que uno, porque liderar no es mandar.
Nuestra sociedad necesita líderes. Más aun, necesita buenos líderes. Pero no necesita que todos lo sean. También necesita buenos coequiperos, que incluso pueden ser mejores que sus líderes. Tal vez esa sea una de las formas para recuperar la profundidad del término, la mística que por años nos ha despertado esa hermosa palabra. Tengamos menos líderes, pero mejores.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/andres-jimenez/