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En los últimos días el presidente Petro ha sido noticia más por los dichos que por los hechos. Han tildado sus palabras de alucinantes y deliradas; y a él de orate desatado.

Pero no vengo a burlarme de la reencarnación de Bolívar, declarada en Nuquí durante la posesión de la primera defensora del Pueblo en la historia del país. Ni a imaginarlo cabalgando en Rocinante mientras apila citas de Rousseau acerca de la libertad, en una gesta en la que somos conducidos por él con nuestro bacín de hojalata por sombrero, quijotes también, hacia una Colombia libre del Fascismo. No busco resaltar cómo nos apoyan las mujeres: la Pola, Manuelita, reencarnadas, vivas, al comando de aquellas que lavan a mano las banderas para coserlas después, trabajo de mujeres.

Tampoco quiero decir que la oratoria del presidente entró en barrena, porque no sé si se trata de un descenso accidentado que se lleva a su paso lo que va encontrando, en medio de maniobras desesperadas del timón, o si las últimas salidas, que ponen en un mismo saco a Hitler, a Goebbels y el fascismo, con los medios de comunicación del país, donde trabajan como periodistas las muñecas de la mafia, son parte de un nuevo acto en la épica o en la tragedia que quiere protagonizar Petro.

Vengo a tratar de entender el arco dramático de esa trama con sus diversas puestas en escena.

Dice Erving Goffman en su libro La presentación de la persona en la vida cotidiana, que todo individuo que desempeña un papel en la sociedad es un actor: su credibilidad depende de que sus observadores tomen en serio la impresión que promueve ante ellos, de convencerlos de que tiene las cualidades que dice poseer y de que es capaz de ejecutar tareas propias de su rol como está previsto.

Esa actuación es una representación, que tiene lugar con una indumentaria y un “setting”, con mobiliario, decorado y equipos. Es una puesta en escena. Basta pensar en un médico sin bata ni estetoscopio, examinando pacientes en un puesto de feria, para entender lo problemáticas que son las disonancias.

La actuación del Presidente es disonante porque estamos ante un mandatario que actúa como si tuviera otro papel en la obra. El poder de representación que en la democracia se le confiere al jefe del Estado implica una cesión del control del gobierno a cambio de la ejecución de un programa sobre el que existen ciertos acuerdos.

El Petro que habla hoy declara abiertamente que no tiene el control y se narra a sí mismo como constreñido y limitado por fuerzas oscuras que le superan y lo amenazan. Tales son, últimamente, los conglomerados económicos y la prensa.

No se yergue tras el atril presidencial, como lo hace un director de orquesta, un jefe con el dominio de su público. Es el atril el que carga con todo su peso y parece más un bastón o una muleta en el que se apoya como si no le quedaran más fuerzas.

Casi siempre tiene un lápiz en la mano, pero pocas veces se le ve tomar nota o subrayar. Desde la perspectiva del símbolo, un lápiz representa mejor al alumno que al profesor, al artesano, al albañil, que al ingeniero de la obra.

Como héroe del teatro político, Petro administra una gran fuerza dramática, lo que le asegura la atención en el tinglado de lo audiovisual – viral del social media; pero la historia que está contando es la de un revolucionario caído y perseguido; la de un predicador buscando adeptos para llevar a cabo la verdadera gesta. Una gesta, según el relato, que ni siquiera ha comenzado.

No se da cuenta de que si acaso hubo revolución, esta ya ocurrió y culminó con la elección de un gobierno de izquierda. No entiende que se instauró un régimen en el que resultó ganador y que, por tanto, es él quien detenta la autoridad conferida.

Y la autoridad de un personaje (desde el médico, hasta el bombero, pasando por el periodista) proviene de que haga lo que se espera de él según las leyes de la representación. Pero Gustavo Petro se empeña en actuar en contra de las expectativas: de él se esperaba un parte de tranquilidad o un plan de acción en medio del paro camionero. En su lugar, el país recibió la noticia de una conspiración. Ese es, apenas, uno de los últimos ejemplos. Otro cercano es el discurso posterior a la firma de la directiva presidencial contra la estigmatización de la prensa.

Es un rebelde y los rebeldes no pueden estar en el poder, porque cuando lo toman dejan de serlo: el representante y detentor de las reglas no puede ser el que las rompe, porque cuando lo hace no fabrica revoluciones sino caos.

Si se mira bien, el gobierno de Petro es su profecía autocumplida, cada vez más acentuada en la narración pública: asumió la presidencia convencido de que no lo dejarían (no podría) gobernar. Y así ha sido.

La sensación que deja en sus últimos discursos es que estamos ante una obra apenas bosquejada, una empresa por hacer, lo que justifica la continuidad de su proyecto político. Mirándolo mejor, de toda la indumentaria del Petro presidente, el lápiz es el que da el mensaje más preciso: con lápiz se hacen bocetos, se escribe, se borra, se vuelve a escribir. Nada hecho con lápiz se puede tomar por definitivo o acabado o cierto, como lo dicho por Petro.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-montoya/

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