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“Para escribir una poesía
que no sea política
debo escuchar a los pájaros
Pero para escuchar a los pájaros
hace falta que cese el bombardeo.”
Marwan Makhoul, poeta palestino.
En uno de los videos de este horror una madre palestina enloquecida corría dando vueltas en una plaza llena de gente, llorando, gritando que su hijo estaba muerto, que ellos eran gente pobre, que su hijo no había comido siquiera antes de morir. Mientras tanto, su hija daba vueltas con ella agarrándola del brazo, con la cara deformada por el terror, implorándole que se detuviera. “Suficiente”, le decía, intentando recuperar su única certeza. Hay un elemento en común en las imágenes indecibles de la pesadilla que atestiguamos: los niños tranquilizando a unos padres que, ante la vida convertida en infierno, han perdido el control. Los niños tragándose su propio dolor, olvidándose de sus heridas y de lo que han visto para evitar el escape de la cordura de quienes representan su esperanza, su posibilidad de sentir miedo abrazados, su no estar obligados a nada porque son niños, aunque para Netanyahu sean los niños de la oscuridad.
Es 19 de octubre y cumplo 39 años en un mundo que lo pone difícil para festejar. Recibo alegre esta fecha cada año porque soy una convencida de las excusas para el amor y el placer, pero, como decían por ahí, no sé muy bien cómo lidian los demás con esto que se siente incompatible con la vida. Pensaba que es el último año de la treintena y que la adultez no cesa en recordarle a uno su porción de oscuridad. Pero también que sumirse en esa oscuridad es estar dispuesta a explorar las profundidades de la existencia, a que duela para uno no olvidarse de sentir.
Para sentir compasión hay que poner la piel. Es más fácil andar por ahí dormido, abriendo los ojos caprichosamente cuando conviene, pero si se cultiva la mirada la vida tiene que doler. Escribió en su columna Najat el Hachmi que “La primera víctima de una guerra no es la verdad, es la compasión. Para aniquilar al otro hay que neutralizar todos los mecanismos innatos de la empatía, hay que evitar por todos los medios la tendencia natural a ponernos en el lugar del otro y apiadarnos de su dolor y sufrimiento. Esto es, para convertir a madres, niños, abuelos e hijos en el enemigo…”
Son noches estas en las que me meto en la cama y pienso tengo cama, abro la ducha y digo me puedo bañar, tuve un malestar de esos que duele hasta el pelo y dije puedo estar enferma. Porque no existe forma de saber lo que siente una persona herida, junto a sus familiares heridos o muertos, en un hospital atestado sin electricidad, envuelto en el sonido de las bombas y sin idea alguna de a dónde se podrá ir después. Si habrá un después. Contaba Raúl Incertis, de la ONG Médicos sin Fronteras, que bombardearon una mezquita cerca de donde estaba y se rompieron los cristales de la casa, pero que la peor experiencia de su vida había sido oír cómo empezaban a llorar de miedo los niños en una casa al lado. Hay que pensar siempre en la casa del lado, sea quien sea que la habite. Si no oímos ese llanto vamos por la vida sordos.
Decía que Netanyahu llamó a los niños palestinos niños de la oscuridad para diferenciarlos de los que llamó niños de la luz —los israelíes, por supuesto—, para minimizar el genocidio que lidera en nombre de un pueblo que fue a su vez sometido por otros como hijo de la oscuridad, para hacer parecer menos dolorosas las víctimas de sus delirios mesiánicos y sus intentos desesperados por permanecer en el poder y escapar de la justicia. En nombre del bien se han cometido unos de los actos más atroces de la historia. “Es común ver que las buenas intenciones, conducidas sin moderación, empujan a los hombres a actos muy viciosos”, dijo Montaigne.
La periodista Luz Sánchez-Mellado se escribió lo que pocos se han atrevido a afirmar: «Seamos realistas: el mal, cuanto más cercano y fotogénico, más nos golpea. Por eso, y no solo por la injusticia de su muerte, a tantos les impresionan más las imágenes de los bellos danzantes que las de los niños palestinos despanzurrados por las bombas israelíes llevados agonizantes en brazos al hospital por sus padres.»
Celebrar es también agradecer. Con los años la vida nos enseña a amar las sombras, que no hay luz sin oscuridad y que cerrar los ojos solo perpetúa la negrura. Soy una buscadora de belleza, contemplándola me aferro a la esperanza, pero no dudo de que en esa misma búsqueda hay que agarrar el dolor, gritarlo, derramar lágrimas que le confiesen a esa belleza cuan sagrada es. Solo así, tal vez, un día cese el bombardeo, para poder volver a oír los pájaros y entonces escribir una poesía que no sea política, como quisiera el poeta palestino.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/