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La montaña estaba llena de colores. Sus árboles verdes y las flores en el piso hacían que pareciera un eterno arcoíris. En su cima nacía la vida. El agua caía de uno de sus costados formando una cascada, que, a su vez, formaba un río. El sonido del agua cayendo nunca logró superar la bulla que hacían los pájaros en la mañana. Rodeaban la montaña cantando, como saludándola, antes de entrar en ella. Solo las madres podían subirla. Se iban cinco días y regresaban con canastas llenas de flores, hojas, tallos, semillas y frutos que jamás volví a ver. Hacían remedios y brebajes sagrados para todos. Recuerdo el aura que tenían cuando bajaban. Yo solo subí una vez. O bueno, no subí, aparecí arriba. Obviamente no me acuerdo del lugar, pero sé que allí nací y morí. Pues, cuando la montaña murió, yo también me morí.

Me acuerdo del misil. El sol apenas salía. Pasó encima de mí. Al principio lo confundí con alguno de los pájaros que llegaban en la mañana. Después entendí. Los árboles volaron y, con ellos, las flores. Después, un grito. Dos gritos. Varios gritos de hombres vestidos de verde. Se escondían entre nosotros. Salieron corriendo hacia la montaña. Iban a subir. Vi cómo llegaban más misiles. La explosión superó el sonido de los pájaros. Ahora solo escuchaba disparos y explosiones. En pocos minutos, la cascada se llenó de troncos y flores. El río ya no era de agua, era de lava. La montaña había sido convertida en un volcán. Explotó. Exploté.

Soy las cenizas que cayeron sobre mi cabeza. Soy el trauma que causó el primer y el último disparo. Soy el pájaro que no alcanzó a salir del nido. Soy la cascada de lágrimas que quedó. Soy la nube de humo que bloquea el arcoíris. Soy la flor que se secó sobre los cuerpos de las madres. Soy el grito que remplazó el canto. Soy el brebaje que el mundo cambió por una inyección. Soy lo que quedó de la montaña después de la guerra. Es decir, no soy. ¿Qué justifica la destrucción?

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/martin-posada/

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