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“Así es como se crea una historia única, se muestra a un pueblo sólo como una cosa, una única cosa, una y otra vez, y al final lo conviertes en eso”.
“La consecuencia del relato único es la siguiente: priva a las personas de su dignidad. Nos dificulta reconocer nuestra común humanidad. Enfatiza en qué nos diferenciamos en lugar de en qué nos parecemos”.
Chimamanda Ngozi Adichie, El peligro de la historia única.
Hace unos años recorrí el Santuario de la Memoria en Melbourne, Australia. Una especie de mausoleo enorme que rinde homenaje a los hombres y mujeres que murieron en la Primera Guerra Mundial. En el sitio se respira un aire solemne, sus pasillos interiores son silenciosos e inmaculados. No hay en él alusión a historias particulares, ni se engrandece a los héroes por morir por su tierra. Es simplemente el recordatorio de lo nefasta que es la guerra y la importancia de reconocer que de ella nadie sale nunca victorioso.
Se cumplió un mes ya. Un mes de una tragedia cuyas magnitudes aún no dimensionamos y de las que será complejo reponernos. Treinta días (treinta y cuatro el día que sale este texto). Setecientas veinte horas, 43.800 minutos viendo desde lejos —algunos desde muy cerca— el escalamiento del conflicto entre Israel y Palestina que más que una disputa territorial se convirtió en un exterminio por parte de Israel a un pueblo que lleva años acorralado en un trozo de tierra.
No me interesa indagar en quiénes son los buenos, los malos, los que merecen ganar, ni enumerar los antecedentes geopolíticos e históricos que nos llevaron hasta este horror. Para eso hay miles de libros, estudios y reportajes periodísticos que cualquiera puede consultar. Y, como lo he dicho siempre, no hay que ser expertos ni catedráticos en ningún asunto para comprender, desde aquí o desde donde uno esté, la barbarie que se está perpetrando en algún lugar del planeta.
Sé que no puedo hacer nada. Escribo únicamente como un desahogo, un lamento más que, a mí, incluso desde un lado opuesto de la tierra, me aterra cada noche y cada día. No hay ningún motivo que apele a la razón para justificar el asedio que están viviendo los palestinos. No lo hay tampoco para justificar el vil ataque de Hamás en el festival de música en territorio israelí. Por donde se mire, este sinsentido tiene que parar.
La gente se pregunta ¿qué tiene que hacer uno en un festival en ese lugar tan cerca de la Franja? Y yo simplemente pienso, esa no es la pregunta. ¿Cuántas más atrocidades se tienen que soportar, ver, sentir para detener esta guerra? Una que, además, está siendo desequilibrada, desproporcionada y sin ningún resquicio de piedad frente a tantos inocentes.
Hay suficiente dolor en el mundo para bombardearlo con más. Hay demasiadas divisiones y prejuicios para seguir creyendo que esto se trata de elegir bandos o de encasillar a los mismos seres humanos en buenos y en malos. Evidentemente, lo que ocurre entre el gobierno de Netanyahu y los líderes de Hamas hace rato dejó de ser un asunto coyuntural por una masacre. Esta, como todas las guerras, se convirtió en un asunto de poder y, como dice Chimamanda, nos seguimos creyendo esa historia única que nos obliga a justificarlo todo, a no querer mirar lo que se debe mirar. El poder busca contar un relato que lo favorezca y desvíe la mirada de la atrocidad. Nos dice que pongamos la atención en lo que ocurrió después, no en lo que sucedió antes. Y no se detiene a pensar en las consecuencias del desastre, porque sigue siendo más fácil erigir monumentos que salvar vidas humanas.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/