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«Estoy mamada de esta ciudad, lo goda que es, de las miradas en la calle que desnudan, las conversaciones repetidas, cansada de los carros gris Medellín (insólito que un color se llame así), harta del valle en la punta de la nariz que tapa el horizonte, de las mujeres teñidas y las mentes desteñidas, de las tradiciones familiares y las fiestas patronales, de la política empobrecida y de los empresarios clonados, del reguetón y las cachuchas planas, de las tetas de plástico y los rezos católicos, de la extrema derecha y la falta de diversidad«, decía yo en medio de alguna conversación o de muchas.

«Te falta salir de tu zona de confort, conocer otra gente y expandir la mirada«, me dijo cierto día alguien. A mí, que me las doy de mente abierta, me estaban diciendo que la tenía cerrada; golpe duro.

«No, aquí no es posible porque la mirada ya está condicionada cuando se es de un lugar«, le dije; no pierdo ni media.

«Vete entonces de aquí«, me contrapunteó en la puja de palabras.

«Sí, eso voy a hacer, lo más lejos que pueda», respondí

«¿Y qué tal si mientras te vas, conoces otra cara de la ciudad, vas a otros lugares y empiezas a rodearte de personas nuevas? Nada pierdes, al fin y al cabo, te vas«, me retó con esta última pregunta.

Esta fue la conversación, o por lo menos lo que recuerdo de ella, que sostuve con una amiga feminista, valiente y “gocetas” de la vida, hace unos meses.

Mientras planeaba mi salida, que más bien tenía cara de huida, seguí su consejo. Los fines de semana empecé a buscarle encanto a lo que en mi mirada ya se había vuelto gris como los carros.

Fui a conciertos de música que no tengo en Spotify (ni tendré); vi amaneceres como no la hacía desde la adolescencia; bailé salsa en teatros; comí perro en el centro de Medellín antes de ir a bares de jazz que jamás pensé encontrarme; tomé viche en cualquier andén; conocí emprendedores en el negrofest y “rapié” las canciones del paro nacional (seguro lo hice pésimo); vi bailes de gente vestida, o más bien desvestida, como la selva; me metí a grupos de lectura en los que nunca leímos de tanto hablar; compartí muchos domingos de tarot y tabaco con amigos magos; marché en el Pride e hice tanto más que ya me es difícil recordar.

Sutilmente fui despertando unas sensaciones nuevas hasta ahora: asombro y gozo; mientras tanto, mi viaje ya estaba listo. En unos meses partiría a otro continente, uno que ya no me parecía tan novedoso; después de todo, aquí había más que ver.

Llené de colores mi mirada, sacudí mi cabeza y me enamoré de mi lugar de origen. Resulta que no es ni tan godo ni tan repetido como creía. Comprendí que quien no se mueve, se estanca; que la vida está sucediendo a cada instante, aunque los encerrados mentales decidan no verla; que en este valle si hay horizontes, futuro, creatividad, diversidad e identidad; y que todos los lugares del mundo están llenos de rinconcitos por conocer y de personas con cabezas grandes y corazones enormes.

Me di cuenta de que yo también tenía la cabeza enjaulada y llena de prejuicios por la ciudad y su gente, que lo que no quería ver sucede con o sin uno. Aprendí que entre más teorizamos desde la cama, el escritorio o el bar de siempre, menos movimiento tenemos y más aburridas van a estar nuestras neuronas que quieren nuevas conexiones para aprender. Que la vida no es un saber sino un sentir, que lo que no pasa por el cuerpo, no existe.

Montarse en la ola del movimiento da vértigo. Asusta salirse de la comodidad que, aunque la detestemos, finalmente es una “mala conocida” que es más fácil que la “buena por conocer”.

Yo creía haber roto muchas ataduras y aunque había escogido estar lejos de esas tribus godas y trabajara para la diversidad y el mundo abierto, lo cierto es que trabajar por algo no es lo mismo que hacerlo parte de la vida personal; esa parte de mi vida seguía con los mismos, diciendo lo mismo, aunque eso fuera quejarse de lo iguales que son los demás. Qué ignorancia porque, ¿quiénes son los demás? Cuando uno habla de los “otros” no sabe lo que está diciendo, nunca.

«Medellín es increíble, que gente tan bella hay aquí«, le dije meses después a la misma mujer.

«Sabía que necesitabas eso, ¿igual te vas?», me preguntó.

«Sí, me voy, pero vuelvo sin ninguna duda», le respondí

«Qué alegría irse sin huir, con amor, con gratitud, con alegría«, me lo dijo con un brillo en sus ojos, como ahora estaban los míos.

En pocos días ya no estaré en esta ciudad que me tiene tragada de sus calles, su gente, su noche, sus amaneceres, su música y su autenticidad.

Ya no estoy huyendo, ahora solo es un viaje largo que se parece más a una aventura que quiero emprender para regresar.

Pienso en “las mentes fugadas”, los que se van y no regresan cansados de este país y se me ocurre que nos faltó calle. Que aquí hay de todo, que esta tierra está preparada para que se manifiesten millones de identidades y que, aunque todavía no es tan diversa como Berlín, tan culta como Viena, tan movida como Madrid, tan abierta como Nueva York o tan ordenada como París; es un mar de colores que tiene sus propios ritmos, que se va ordenando mientras todos vamos aprendiendo.

Me voy con orgullo de ser de aquí, con el corazón lleno de aprendizajes, con la certeza de que somos muchos más los que tenemos una amplia paleta de colores en unas ciudades que pintaban a blanco y negro. Y con la intención de regresar a seguir aprendiendo de la gente de este valle para unirme a ellos en la búsqueda de que las montañas no nos quiten nunca la mirada amplia.

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