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Espacio cedido a Ana María Hernández Maya, a quien amo y de quien aprendo todos los días.
Esta es la historia de volver a la vida cuando uno mismo es quién se rescata. Este mes se cumplen dos años de mi nuevo nacimiento y quiero que este relato sea una forma de rendirle homenaje precisamente a eso, a la vida. Este es un relato que busca que todos y todas podamos hablar sin tapujos de la salud mental.
En la pandemia muchas cosas cambiaron, nuestros hábitos y rutinas diarias ya no volverían a ser las mismas y en medio de que esto iba ocurriendo, con el encierro y la incertidumbre, algo en mí también empezó a cambiar. Algunos días tenía más ánimo que otros, pero “normal”, a todos alguna vez nos ha pasado y más en ese contexto. Paralelamente a eso, en el mismo año estaba lidiando con una afectación en mi tiroides que me llevó a la radioterapia, pero nada parecía tan grave como lo que se avecinaba.
Para iniciar el 2021 era más frecuente estarme sintiendo mal que bien, querer estar en la cama y llorar sin ninguna razón aparente, pero pensaba que seguía siendo algo normal, que no necesitaba nada de ayuda y que en algún momento todo eso iba a parar.
En una semana en la que me estaba sintiendo particularmente bien, me sentía muy productiva. Al punto de que no podía dejar de trabajar en las noches, además de sentir que no necesitaba dormir, tuve que mudarme de apartamento. Ese día fue un antes y un después en esta historia. Me sentía tan eufórica y con una necesidad tan grande de tener todo organizado que no podía parar de limpiar y pasé la noche entera acomodando cada libro, cada prenda de ropa, cada adorno de la casa, sin entender por qué estaba sintiendo esa obsesión de que todo quedara perfecto.
Pero eso que creía equivocadamente que era una dicha, duró poco. A los dos días no pude pararme de la cama, fue como caer de un precipicio. No quería salir de la habitación ni abrir la ventana para que entrara luz, quería solo dormir y me sentía tan cansada que ni el celular era capaz de atender. Pero un par de días después fue como si nada hubiera pasado.
Esta historia se repitió un par de veces, primero se siente que la cabeza no puede parar ni descansar con mil pensamientos al tiempo que se repiten una y otra vez, pero también una se siente poderosa, fuerte, capaz de todo, al punto que la realidad se empieza a nublar, y después se cae en la oscuridad y en la tristeza en la que te pesa el cuerpo y hasta respirar.
Esta situación no dio más espera y quién hoy es mi esposo me pidió que buscáramos ayuda. Así fue cómo llegamos a una clínica psiquiátrica que tiene servicios de urgencias por el cual me atendieron. Luego de casi dos horas de atención y de responder muchas preguntas, fui diagnosticada con trastorno afectivo bipolar (TAB). El trastorno bipolar es una enfermedad que afecta los mecanismos que regulan el estado del ánimo y la persona que tiene este trastorno oscila entre la euforia patológica (manía e hipomanía) y la depresión severa.
Desde ese día inició el camino que aún hoy estoy transitando, de entender esta enfermedad, lo cual no ha sido nada fácil. Lo primero que pasa es que te medican, pero a mí no me podían medicar cómo a cualquier paciente con TAB porque al tener afectaciones en la tiroides el litio no era apto para mi cuerpo. Así que empezó la búsqueda para encontrar la fórmula correcta para regular lo que pasaba en mi cabeza. Y, por otra parte, buscar quién es la persona correcta, psicólogo o psiquiatra que acompañara todo el proceso. Eso fue lo más complejo, pasé por tres psiquiatras, dos psicólogas y con ninguna terminaba de sentirme cómoda.
En medio de esa búsqueda por estabilizarme, los episodios seguían frecuentando mi día a día, y para abril del 2021 tuve el episodio de depresión más grande que he vivido. Pasé una semana entera sin bañarme, sin comer; no podía dormir o a veces dormía días completos, dejé de ir a trabajar, apagué el celular, no volví a salir de la habitación, ni siquiera estoy segura de que fuera al baño y con la ansiedad a tope decidí dejar de tomar la medicación.
Llegó lo peor, la oscuridad invadió todo mi ser, y con ello los pensamientos de muerte aparecieron. Mi cabeza todo el tiempo me repetía que no tenía ningún sentido vivir así, incapaz de sobrellevar la vida, incapaz de hacer algo por mí misma, con esa angustia en el pecho que te llega hasta la garganta y te paraliza por completo. Empecé a imaginar cómo sería morir y qué pasaría con el mundo si así fuera. Me respondía que no mucho, al fin y al cabo, llevaba meses escondiéndome de todas las personas que me rodeaban.
Pasaron días enteros en los que no podía pensar en otra cosa que no fuera esa, y una mañana con la más grande desesperación en mi cuerpo, en un llanto profundo que no podía parar, busqué en internet cuánta era la dosis máxima que un ser humano podía resistir de un medicamento que me habían recetado y tenía al lado de mi cama. Lloré cómo nunca he llorado en la vida, respiré, me derrumbé, y me lo tomé.
Pasaron tal vez 10 minutos y el mareo cada vez era más intenso, el cuerpo me pesaba y la visión la tenía totalmente nublada. Sentí un temor tan profundo que me dio la fuerza para salir de la habitación y decirle a mi esposo lo había hecho, que me perdonara pero que por favor me ayudara. Sólo recuerdo caminar con él hasta el ascensor y todo se volvió negro. Estuve tres días en la clínica mientras me desintoxicaban, tres días que tengo totalmente borrados de mi memoria, pero en los que sentí cada segundo a Miguel y a mi familia sin separarse de mí. Luego de esto me trasladaron a la clínica psiquiátrica a la que ya había ido, y ahí estuve 14 días con sus noches. Salí victoriosa, rescatada por mi misma y con mi mente tranquila, fuerte y capaz para seguir recuperándome, para seguir entendiendo la enfermedad y aprender a vivir con ella sin que esto implique la fatalidad.
No voy a decir que desde ahí todo fue luz y paz; tuve día malos y días buenos, tuve algunos episodios más, pero la diferencia es que ya lograba identificar lo que en mi cuerpo y en mi mente iba pasando e iba aprendiendo a no juzgarme por sentir que tenía retrocesos. Tanto fue así que meses después volví a sentirme mal y fui yo misma quién pidió que me volvieran a internar. Encontré a la mejor psiquiatra del mundo, que más que tratar un diagnóstico ha sido capaz de tratarme cómo una persona, y poco a poco hemos ido encontrando la fórmula adecuada de medicamentos para mi cuerpo.
Mi vida ha cambiado, renuncié a mi trabajo, me mudé nuevamente a Medellín, tengo un horario establecido para dormir, tomo medicamentos cuatro veces al día, tengo terapia una vez a la semana, no consumo nada de alcohol. Entre tanto intentar con los medicamentos y mis afectaciones en la tiroides, he aumentado un poco más de 15 kilos, aprendí a meditar y a respirar, y por supuesto mis prioridades se redefinieron por completo. Dos años después de todo lo ocurrido, puedo decir que tengo la firme convicción de que quiero seguir viviendo, que hoy siento que nada es permanente, como me lo enseñó mi hermana, y que sí es posible convivir y transitar de manera amena esta enfermedad. Me siento muy orgullosa de mí.
Esta lucha no ha sido sólo mía, sin el apoyo incondicional de Miguel, mi esposo y el amor de mi vida. Esto hubiera sido imposible, nunca me dejó sola, y sobre todo nunca se rindió porque siempre creyó en mí. Mi familia viajó innumerables veces a Bogotá para que yo sintiera su compañía y para recordarme que juntos somos más fuertes. Mis amigos resistieron mi ausencia y se inventaron mil maneras de manifestarse, cartas, videos, libros y mensajes que siempre llegaban en el momento adecuado. El amor, el propio y el de mi gente, me ha salvado la vida. Las enfermedades mentales existen y tenemos que hablar con tranquilidad de ellas, no debemos sentir vergüenza de padecerlas y sobre todo tenemos que ser capaces de pedir ayuda. A quienes me leen y se sienten identificados con esta historia, les digo que tengan esperanza, que con el acompañamiento adecuado es posible salir del abismo, no dejar de tener la enfermedad porque muy seguramente siempre estará ahí, pero sí de sobrellevarla de la mejor manera y aprender a vivir con ella.
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