El primer regalo del día del padre que hice en el colegio fue una caja para guardar cassettes. La profesora nos dio pedazos de contact de colores para que la decoráramos. Yo armé unos peces con triángulos y dejé las huellas de mis dedos untados de pintura sobre el plástico azul. La caja todavía existe y está llena de la música que mi papá y mi mamá ponían durante los viajes largos en carro. Lado A, Lado B, íbamos a la Costa oyendo a Leonardo Favio, Gloria Estefan, Nino Bravo y Les Luthiers. En la casa donde está la caja aún hay un aparato que reproduce cassettes y a veces los ponemos para recordar ese sonido crujiente y destemplado. Para apretar el botón de rewind y sentir cómo se vuelve a enrollar la música de antes.
Cuando cumplí tres años pedí de regalo el cassette de Ana Belén y Victor Manuel, Mucho Más Que Dos. De ese solo conservo la caja y el papel que tiene la foto de ellos dos abrazados, en blanco y negro, la lista de canciones y mi nombre con un 040795 escrito por mi mamá. También tuve el de Chichi Peralta y la banda sonora del Titanic. Ambos se perdieron para siempre, y por fortuna, en alguna de las busetas que me llevaban y me traían del colegio.
De los cassettes que quedan el que más me gusta escuchar no es de música, es uno en el que mi mamá grabó una narración amorosa sobre mis primeros años. Los “episodios” no tienen una periodicidad definida. En los primeros está ella hablando sola sobre mis logros de bebé recién nacida: seguir objetos con la mirada, voltear la cara para buscar un sonido, cerrar y abrir los puños. Luego entro yo con unos balbuceos que ahora siento como la primera expresión de mis ganas de hablar de todo lo que veo. Más adelante ella me entrevista. Me pide que le diga los nombres de mis tíos y yo los recito todos. Me pregunta: ¿quién te dice Madreselva? y yo le respondo que mi abuela Carmen, ¿quién te dice Valerosa? que la abuela Victoria. Hablamos de mis juguetes y de Café con Aroma de Mujer. Yo canto Gaviota y le digo que quiero ser Carolina Olivares. Después sale mi hermano, es su turno de balbucear, y yo, atrás, digo con fuerza ¡Alejandro se está comiendo mi micrófono!
Ese cassette negro es uno de mis tesoros. Es la memoria de un tiempo en el que mi vida era mi casa, y las voces y la música de las personas que habitaban en ella. Cada vez que vuelvo a escucharlo pienso que debo hacer una versión digital pronto, que la cinta es frágil y que perder las notas de mi voz infantil y del ritmo dulce con el que mi mamá contaba mi historia sería como perder una raíz que me sale directamente del corazón.
En las últimas semanas me he movido mucho y he tomado muchas fotografías. La memoria de mi teléfono no es como la mía y se llena rápido. Cada vez que sale el aviso de “almacenamiento lleno” mi corazón se salta un latido porque en ese espacio limitado, que amenaza con prescindir de algunos megabytes para seguir recibiendo mensajes, tengo guardadas las notas de voz que intercambié con mi papá hasta el día del adiós definitivo. Como el cassette negro, el teléfono es ahora otro tesoro. Cada vez que pienso en los mensajes de voz que tengo guardados ahí, en ese lugar que no es un lugar, pienso que debo mandárselos a alguien, pasarlos a mi computador, descargarlos en un disco duro, en todo caso, salvarlos del paso del tiempo. Siento que necesito conjurar el presagio que anuncia que lo primero que olvidamos de alguien es su voz.