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Vivir sin fecha de caducidad

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La cantautora cubana Ángela Álvarez ganó en el año 2022 el Grammy a mejor artista emergente, a sus ‘cortos’ noventa y cinco años.

Nos dedicamos a darle una fecha límite a toda decisión importante, a todo compromiso, a toda meta de vida. Nos volvemos esclavos de nuestra edad y, peor aún, de los estereotipos que acompañan su dígito. Después de los veinticinco empiezan a preguntarte por los hijos; de los quince, tus opciones universitarias; a los cincuenta empieza el mid-life crisis y desde los treinta la lucha femenina contra el envejecimiento. Si a los veintiocho no tienes novia empiezan a hacer preguntas en la casa. Si a los treinta y ocho no tienes marido, asumen que no tendrás hijos. Si a los cuarenta y cuatro no tienes tu trabajo de ensueño, ya fracasaste y si le doblas la edad a tu esposa, es una interesada. Si llevas diez años con el mismo puesto estás estancado y si te casaste a los veinte vas acabar divorciada. Si viajaste mucho recién graduada, descartaste el estudio; y si no lo hiciste, más Adelante, entre los hijos y el trabajo, no tendrás tiempo.

A todo le ponemos números y ,a esos números, cierta urgencia. Relojes de arena por todos lados, un sinfín de cuentas regresivas.

No quiero abarcar este tema como a una de mis típicas filosofadas de vivir el presente, carpe diem y tres baldados de mierda; sino como un grito de protesta hacia un estigma que ya tenemos muy internalizado.

Mi papá me tuvo a los sesenta y seis años. Y tuve la mejor infancia del mundo.

Una época, para muchos, que simboliza la jubilación y el cierre de ciclos, para él simbolizó un nuevo comienzo. Para mí, muy literalmente lo fue.

Es poderoso saber que soy resultado de alguien que fue en contra de todo pronóstico, de toda costumbre. Mi simple existencia es la respuesta a un grito de libertad e importaculismo.

Pero no estamos hablando de mi nacimiento. Volvamos a Ángela Álvarez, una mujer que inspira a esa niña interior que no sé callar; esa niña que ve a Penélope Ashe al espejo y se pregunta por mí. Esa niña que quiere vivir veinte vidas y besar mil bocas y amar a doscientas personas y darle un abrazo a la luna. Esa niña que quiere aprender siete billones de nombres y renacer en siete continentes y hablar todos los idiomas; pasados, presentes y futuros. Esa nena que quiere conocer cada secreto (ya hecho cenizas) de Alejandría. Esa misma que quiere en una vida ser yogui, en otra, poeta; en la mejor, directora; y en la “peor”, solo ser. Esa que no quiere morir sin antes haber sentido todo el espectro del sentir. Esa que lo quiere todo ya, porque le asusta que con la ausencia de un mañana también se esfumen sus planes. Esa que no le tiene miedo a la muerte sino a una vida en puntos suspensivos.

Ángela me reitera que nunca es tarde. Que me puedo comer el mundo entero, porque no se me escurrirá entre los dedos. Que aunque no pueda amar a mil personas, si abro bien los ojos podré amar a mil en una sola. Que nunca es tarde para lanzarse a una nueva aventura, tomar un nuevo rumbo, empacar ligero y dejar la puerta abierta de salida; tirarse a la boca del lobo y esperar que no muerda, a pesar de que su mordisco sea siempre dulce.

Vivir sin fecha de caducidad. Vivir latentemente. Vivir desde la pasión, desde el sentir, desde la abundancia de lo intangible y la belleza de lo sublime. Desde el entendimiento que nada es nuestro, que todo es convexo.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/penelope-ashe/

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