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Vivir en la imaginación

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«La lectura es lo más maravilloso del mundo. Es la vida, me da el sentimiento de no estar sola y, a la vez, de estar en la más maravillosa de las soledades. (…) Me tranquiliza, me emociona, me conmueve. Para mí, leer es como respirar, forma parte de mi vida. No podría hacer otra cosa.»

Leila Slimani.

Últimamente me concedo licencias poderosas para que el mañana no me robe la vida. Veía hace poco una serie en la que un matrimonio que solía ser feliz se caía a pedazos a partir de un buen trabajo que conseguía él en otra ciudad, obligándolo a estar lejos de su esposa e hijos. Conscientes del desmoronamiento, ya incapaces de disfrutar siquiera las horas que compartían, ella le preguntaba por qué no aceptaba otro empleo y él le respondía que le pagarían menos y que eso complicaría los gastos que vendrían con los hijos, especialmente con el que era ciego. Lo había analizado todo muy bien, quería lo mejor para su hijo y hacía eso por su familia, sin darse cuenta de que su discurso correspondía a un bienestar en pura teoría, mientras se destrozaban en el presente: el matrimonio a punto de reventar y aquel hijo ciego, con el oído agudo, interiorizando día a día las peleas de sus padres, corriendo riesgos para escapar a ese fantasma que desde ya le corroía el corazón.

Pensaba en cómo incluso mi pareja y yo, que decidimos no tener hijos, a veces dudamos más de la cuenta ante ciertas cosas —un gran viaje, por ejemplo—, intentando cuidar el ahorro por aquello de ese futuro incierto, que nos puede deparar sesenta años más o dos, y en cómo será para quienes construyen su vida alrededor de los hijos, calculando no ya su propio futuro, sino el de ellos. Vivimos, prácticamente, en la imaginación.

Leía también un artículo sobre cómo la fobia de las personas hacia los lunes ha ido pasando a los domingos, lo que no es sino la prueba de que a nuestro presente lo define lo que anticipamos del futuro: el domingo es, para muchísima gente, tiempo libre, descanso, darse gusto, pero lo pasamos mortificados, descontando minutos para que llegue de nuevo la realidad. Y así el viernes, el día más feliz porque, aunque trabajamos, nuestra mente acaricia la libertad.

Decía la escritora Piedad Bonnett en una charla que quienes quisiéramos escribir para vivir debíamos saber que al leer también estábamos trabajando. Es una de esas ideas que evoco cuando leo y me siento muy feliz pero culpable, siempre intrusa en una sociedad que lo mide todo en producción de dinero. Así que recuerdo a Piedad y me sacudo la culpa, porque cuando leo vivo dos presentes, el que toca mi cuerpo en el ambiente que me rodea, y al que viaja mi mente a través de ese universo literario. Y qué es eso sino una forma preciosa de magnificar la vida.

Es que a medida que envejecemos comprobamos que el único futuro cierto es hoy. Y tengo la impresión de que lo que necesitamos del mañana es simplemente alguna ilusión que represente una fuerza constante para continuar. En Barro más dulce que la miel, de Margo Rejmer, un preso sin piernas que lleva doce años casi sin moverse en una cama en su celda, dice: “No sé cuándo es verano ni cuándo es invierno, pero todos los días espero a que llegue la avecilla y se pose en nuestro alféizar. Es mi única alegría. Cuando la avecilla se retrasa, enseguida me empiezo a preocupar… Mi corazón late solo por ella.”

Hay una idea muy simple a la que no le prestamos suficiente atención: aquella obsesión por acumular para después —dinero, salud, sueños, placer— se convierte en la destrucción deliberada y descarnada del ahora. Nuestros días están llenos de excusas, para bien y para mal. Yo, por ejemplo, ante noticias negativas sobre el planeta decido —también para paliar ese dolor— que con mayor razón tengo que viajar y leer. Que el tiempo se agota y hay que saberlo gastar. Todos tenemos distintas formas de fe. Cada uno hace lo mejor que puede y se aferra a sus propios absurdos. Y es que qué es la vida sino las pequeñas excusas que nos inventamos para ser felices.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/catalina-franco-r/

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