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El 28 de junio de 2014 esos once artistas conocidos como “la banda de José Néstor” nos regalaron su mejor obra. Eran las 3:27 de la tarde. Juan Cuadrado llevaba el balón por la banda y se estrelló con un uruguayo, una jugada de ataque que parecía intrascendente. Retrocedió y buscó apoyo en Abel Aguilar, quién al ver a James David desmarcarse intentó un difícil pase filtrado. Aguilar pensaba que ese día, contra los uruguayos en octavos, su apellido era Riquelme. No salió bien. La defensa uruguaya rechazó y el balón volvió a Aguilar. Y acá empieza la obra: Aguilar, que no deslumbraba por su técnica, insiste en buscar a James y golpea el balón con la cabeza como se lo he visto hacer a pocos. Su apellido ya no era Aguilar, ni Riquelme, era el Zidane del barrio La Alquería, nacido en ese país que vuelve a intentar ante el fracaso, que cree una vez más en lo que se rechaza, que ha hecho un proceso paz cada vez que regresa la guerra con la esperanza de que ese sí sea el último; que como Abel Aguilar cree en la hazaña en la desesperanza, en la posibilidad del arte en medio de la hostilidad. Aguilar, hijo de esa historia, lo volvió a intentar, insistió en una jugada que parecía terminada. El balón le cayó en los dijes al goleador del mundial de Brasil y las 3:28 Colombia retumbó.                

La mamá de Hernan Casciari —que es también Mirta Bertoti, uno de sus personajes— escribió en una carta que Maradona había levantado a “un pueblo triste y lo había vuelto loco de alegría”. Ese junio de 2014, Juanfer, James, Cuadrado, Yepes, Ospina y compañía le dieron una incontenible alegría a este país que ha sido un velorio, que ha enterrado desde 1958, a causa del conflicto armado, a 450.664 personas (algo así como diez Atanasios Girardot en una final de Copa Libertadores).    

El fútbol, como toda expresión de arte contemporáneo, tiene muchos detractores. No quiero decir que los que lo critican no lo entienden, pero de la misma manera que para quienes no viven en los polos es imposible apreciar las numerosas escalas de blancos, los que no han visto jugar a Maradona, a Riquelme, a Ronaldo Luís Nazário de Lima, a Ronaldinho, a Dennis Bergkamp, a Freddy Indurley Grisales o a Néider Morantes, no pueden apreciar la danza de los 22; sus ojos no están entrenados para percibir la belleza. J. B. Priestley fue quien mejor describió esta atrofia ocular que impide ver lo bello: “decir que pagaron para ver a 22 mercenarios dar patadas a un balón es como decir que un violín es madera y tripa, y Hamlet, papel y tinta”.

En diciembre, cuando empiece ese horrible mundial de Catar, la gente no va a estar sonriendo en las calles, ni habrá gritos, ni emoción. El sentimiento de hermandad, de la fantasía nacional, no caminará por las calles colombianas. No veremos ninguna obra que llene de esperanza a este pueblo triste y dividido. No tendremos ganas incontrolables de iniciar conversaciones con desconocidos sobre probables alineaciones. No veremos círculos abrazándose mientras saltan en un grito de gol. Yo seguro veré algunos partidos, sin mucha emoción, por la ausencia de artistas que me vuelvan loco de alegría. Y en medio de algún México versus Argentina me voy a acordar, con la satisfacción y la nostalgia de aquel que se da cuenta de que quizás ya vio su mejor obra, de un amigo que una vez me dijo: “Quiero vivir toda la vida en junio de 2014”. Sé que no lo decía por decirlo.    

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