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Siempre hay en Colombia, donde no han faltado tragedias y ruindades, espacio para una más. En este país de crueldades e ignominias siempre hay alguien dispuesto a protagonizar una nueva que, ya lo sabemos, no será la última.
Aquí, donde aprendemos de geografía a punta de masacres y atentados y desplazamientos y desastres; aquí, insisto, donde la maldad ha tenido tantas maneras de hacerse evidente, tantos rostros, hay uno en particular que tiene un nombre turbio y un número estimado que lo identifica.
Lo mal llamamos falsos positivos. Alguien estimo que eran 6.402 casos. Pueden ser mucho más, pero incluso no importa si son menos.
Pero alguien, hace nada y de nuevo, puso en duda la cifra. Armó todo un argumento falaz para quedarse con un punto: que no fueron tantos y que, por lo tanto, tal vez no haya necesidad de tanta idignación. Como si lo importante estuviera en el número —que si un solo muerto o cien o trescientos o seis mil— y no que miembros de las fuerzas armadas del Estado engañaron a civiles, los asesinaron y luego, porque no bastó con ese crimen, aumentaron la ofensa diciendo que esos muertos eran gente alzada en armas, que cayeron en combates, que esos cadáveres eran de guerrilleros, de gente al margen de la ley.
El intento de negar (en el peor de los casos) o disminuir la gravedad (en un arresto de vileza) los crímenes extrajudiciales no es nuevo. Vuelve de vez en vez para recordarnos que hay gente ciega ante el horror o que prefiere mirar por un solo ojo.
Ellos no se enteraron de que el general Mario Montoya pedía a sus subordinados “carrotancados de sangre”. O prefirieron olvidarlo. Ellos se enroscan en sus fobias (reales o inventadas) y deciden que el mundo no es lo que es, sino solo lo que quieren que sea. A esos parece pertenecer el representante a la Cámara Miguel Polo Polo.
Que hay que dominar el relato, dicen algunos. Cambiarlo, vender uno nuevo. El de Polo Polo y sus aplaudidores —que los tiene— no es siquiera el de la negación, sino uno más turbio: el de quienes quieren eliminar, con mentiras, el registro de los hechos.
¿Por qué le estorban al Representante (o a su personaje, cazador de aplausos y likes) las botas de caucho que componen la instalación artística que recuerda la memoria de esos pelados (uno, cien, trescientos o seis mil) que miembros del ejército mataron a cambio de premios y reconocimientos?
Se me ocurre una respuesta: a Miguel —y a su madrina política— le sirve más la confusión que la reconciliación, que es donde pescan mejor. A Miguel —y a su madrina política— les interesa más hurgar en las heridas que sanarlas.
A Miguel —y a su madrina política— las víctimas, cualquiera que ellas sean, les importan de poco a nada, a no ser que puedan lograr por medio de ellas los vítores de gente enferma de odio.
Lo peor es, quizá, que lo consiguen.
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