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Esta semana leí en la revista Elle una entrevista que le hicieron a Shakira. La artista, después de meses de silencio por los rumores de su separación y sus problemas con el fisco de España, apareció en la portada de ese medio y habló de esta etapa de su vida. Reservada y con un profundo respeto por su intimidad, como lo ha sido siempre, Shakira no dio muchos detalles sobre su divorcio, ni sobre el nuevo amor de su expareja, pero fue contundente en expresar que está triste, abrumada, que el dolor la ha llevado a componer nuevas canciones, pues su refugio es la música como dice en su canción Sombra de ti “voy a dejar que mi guitarra diga todo lo que yo no sé decir por mí”; y también que es inocente de las acusaciones del Ministerio de Hacienda de ese país. Dijo que irá a juicio para defenderse pues es “una cuestión de principios”.

Shakira es la artista que más admiro. Sus canciones me han acompañado desde niña, la he visto tres veces en concierto, he seguido su carrera y me emociona cada vez que saca música nueva. Su talento y todo lo que ha logrado me parece impresionante, fantástico a todas luces. Su voz es única y original, nadie canta como ella y ella no canta como nadie. Shakira es una gran artista, una compositora fenomenal y un referente de disciplina, constancia, trabajo y tenacidad. Su vida privada me importa poco. No de forma despectiva o indiferente. Como cualquier ser humano Shakira también es merecedora de empatía y de conmoción.

Sin embargo, desde hace un tiempo entendí que las celebridades, esas a las que consideramos famosas porque casi todo el mundo sabe quiénes son, siguen siendo personas. Su vida no es más valiosa o importante porque se destaquen en algo, sus penas no son mucho peores o más llevaderas porque llenen estadios y tengan millones de reproducciones en las plataformas de streaming, y, sobre todo, que hagan parte de la industria del entretenimiento no las hace inmediatamente una pieza de museo a la cual observar con un lente inquisidor y torpe bajo la premisa “Es que están expuestos”.

¿Cuándo la vida privada de los demás se convirtió en un espectáculo? ¿por qué creemos que las celebridades están obligadas a que su vida sea un asunto mediático? ¿qué es lo que buscamos instrumentalizar en ellos? ¿Acaso una redención de nuestros errores, acaso convertirlos en chivos expiatorios sobre la condición humana? Cuánto nos gusta regodearnos en las desgracias ajenas o sentirnos miserables por las alegrías de otros y más si esos otros son famosos, es decir, lejanos. Es decir, desconocidos.

Esos a los que, por azar, talento, reconocimiento en algún asunto, descubrimiento o don extraordinario llamamos famosos encarnan aquello que no queremos ver en nosotros. Los convertimos en figuras de adorno o alabanza como si en ellos residiera todo lo humano y también lo divino. El éxito, las tragedias, el dolor. La infidelidad, el paso del tiempo de los hijos, que no es más que el paso del tiempo de la vida. Ponemos en ellos la creencia errónea de que su vida es perfecta, sus limitaciones son mínimas, que siempre tienen una sonrisa en la cara y la existencia resuelta. Es una mirada, como casi todas las que son superficiales, alejada de la realidad o como dice la autora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie “el peligro de la historia única”. Y por eso cuando algo malo les ocurre, cuando a ellos también los alcanza la tragedia, los culpamos e intimidamos, les exigimos explicaciones y declaraciones.

¿Es el precio de la fama una línea directa a que aquellos que saben quién eres, pero no te conocen en lo más íntimo y privado de tu vida, puedan agredirte, juzgarte, perseguirte con cámaras por cualquier calle e inventar cosas sobre ti? Me parece injusto con todos aquellos que exhiben un talento o crean una obra que los catapulta inmediatamente a lo público. Como si lo público no fuera digno de respeto y prudencia. Lo que consideramos público, o sea, lo que está afuera de lo privado, debería ser entonces la obra de los artistas, su música, sus actuaciones, el legado de su arte a la humanidad, sus creaciones literarias, musicales, poéticas o estéticas que darán cuenta dentro de milenios de que esta especie habitó el planeta. Pero no su vida privada. Eso les pertenece a ellos, y no por ser las “estrellas” que vemos en televisión o en los periódicos deberían perder ese derecho. Ni nosotros olvidarnos de nuestra responsabilidad como espectadores, críticos o admiradores de sus expresiones artísticas.

Hay en ese deseo de conocer y exprimir su intimidad una revelación: que siempre queremos ser espectadores, por eso amamos el teatro y la ficción, pero cuando no es ficción sino la vida real de otros, nos identificamos y encontramos sosiego en ello. Como si a nosotros no pudiera ocurrirnos, o por el contrario si nos ocurren cosas no es tan grave porque a los más famosos y millonarios también les pasó.

Ellos nos recuerdan nuestra propia condición humana, nuestra mortalidad, o como ya lo he expresado en otras columnas, la revelación de nuestra propia fragilidad. 

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