Hace unos días circuló en redes el video de un tipo que se baja de una camioneta a dispararles a otros dos que, al parecer, le roban a una persona en un carro. Lo vi primero en un grupo de Whatsapp, cuando lo mandó un amigo con la frase “Hoy es un buen día”. Después lo vi en el perfil de Instagram de un medio de comunicación y los comentarios que le seguían no bajaban de: “Bravo” “¡Qué fresquito!” “Aplausos” “Así debe ser con los bandidos”. Horrible todo. Espeluznante.
¿Cómo es un buen día en una ciudad en la que uno sale a robar, otro es robado, otro hace justicia por su cuenta, y otros celebran el disparo? En ningún momento voy a justificar un delito, ni aplaudo a los criminales, pero tampoco celebro ni avalo la postura del ciudadano que se siente en la libertad de dispararles a los presuntos ladrones, ni mucho menos deleitarme desde la comodidad de mi casa, a través de una pantalla, por el doble crimen que se comete: el hurto y el intento de homicidio, bajo la premisa de que “son dos ladrones menos”. Como si matando delincuentes se acabaran los delitos. Si así fuera, bastaría con uno que se hubiese asesinado hace años para erradicar para siempre cualquier forma de violencia, y viviríamos en un paraíso, porque esa ley podría aplicarse a todo: le daríamos comida a un niño y se acabaría el hambre en el mundo.
Una fantasía, una atrocidad, más chivos expiatorios. Seguimos creyendo que la extinción del otro elimina el problema, y que celebrar la injusticia nos hace libres de todo pecado, nos pone del lado de los buenos. ¿Quién es el bueno y el malo en esta situación? En ese video solo veo víctimas. Los que salen a robar, porque no les queda de otra, porque por alguna situación de azar nacieron en un lugar donde no hay oportunidades, donde es más fácil vivir de la ilegalidad, o donde probablemente algún grupo al margen de la ley los reclutó forzosamente bajo la promesa de una vida mejor para sus familias, y si no están con ellos, están en su contra. La persona que sale en su automóvil por su ciudad, ajena a esa otra realidad que existe en su lugar de residencia, inocente esperando en un semáforo para seguir andando, molesta —con toda razón— por el atraco y el robo de sus pertenencias, y seguro aterrada (yo lo estaría) al ver la reacción del otro que se baja de un carro más adelante a disparar, a hacer “justicia”. Y este último, víctima de una guerra que no eligió, entrenado para herir o matar, impulsado por una única certeza: eliminar a un “bandido”.
Y por último los ciudadanos que celebran, los espectadores del circo romano moderno, ver en vivo a quien merece morir, que sufra el ladrón porque, claro, es igual robar que quitarle la vida a otro. Ellos también son víctimas. De una sociedad que ha normalizado la violencia, de una generación que los educó a punta de correa y “chancletazos” porque así aprenden a respetar, de una guerra sexagenaria que ha inundado todas las esferas, todos los ámbitos, que a todos nos ha marcado, pero a la que nos acostumbramos y seguimos perpetuando por el temor que implica una forma de vida diferente, porque la sola idea de la paz y de la reconciliación nos da temor, porque es sospechosa, porque implica algo que nos da pereza hacer: reflexionar, pensar antes de reaccionar. Más aún, somos incapaces de organizarnos jurídicamente, nuestro sistema judicial está colapsado hace años, las cárceles no dan abasto, los presos, más que un asunto penal, son ya un tema de salud pública por el hacinamiento y las pésimas condiciones de salubridad en las que viven; no hay jueces para tantos procesos, ni tampoco hay energía para hacerlo, ni ganas, porque el crimen, más fácil, se acaba con cárcel o con tumba, que en este país, significan lo mismo.
Y así vivimos, en un enjambre oscuro, como moscas desorientadas por un pesticida, donde es difícil identificar a la víctima del victimario, donde razonar es imposible, sin lugar para los débiles, ni para los viejos, ni para las personas que sí queremos mirar para arriba y no nos acostumbramos a vivir al borde de una catástrofe.