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El 19 de julio cumplió años mi abuela materna. Me hizo pensar en la vejez y en la vida como un camino inequívoco hacia la edad, cualquiera que sea. No está garantizado envejecer ni mucho menos hacerlo bien, ni llegar con lucidez, ni tener plenas las facultades ni poderse mover y hacer todo lo que un adulto capaz absoluto puede realizar.

Mi abuela cumplió 87 años. Reconoce a veces a sus hijos y muy pocas a sus nietos. La vida para ella es un eterno descubrimiento y no de una forma del todo romántica y optimista como la que tiene un explorador que se aventura a su expedición. Puede sorprenderse por ciertas cosas como cuando le digo una y otra vez que Rafael es mi esposo, que tengo un perro que se llama Gabo y que sí, que he ido muchas veces a su casa, que no es mi primera vez. Pero cuando alguien pronuncia la palabra papá o Eduardo —el nombre de mi abuelo que murió en el 2020— hay un asomo de melancolía confusa en su mirada. Veo en ella a un ser que está aprisionado por su propia existencia, pero también la única posible para ella, y aunque extraña, difícil y dolorosa, sigue siendo ella. Eugenia.

No debe ser fácil convivir con ella misma, dentro de ella misma, sin ni siquiera entender qué le ocurre.

Tampoco lo es para nadie. La vida es un constante ir y venir hacia dentro o hacia fuera, pero uno se lleva siempre a cualquier parte. Es imposible despojarse de quien uno es, de lo que ha vivido, de las experiencias y, sobre todo, de lo que nos han hecho sentir.

El día del cumpleaños le llevamos un dueto a que le cantara rancheras y boleros, su música favorita. Entraron dos hombres con guitarra cantando Si nos dejan y, al oír los primeros compases, a mi abuela se le iluminó la cara y sonrió genuinamente, pero cuando empezó a oír la letra, pude ver en ella la nostalgia. Ella no sabe que mi abuelo está muerto y aunque lo supiera lo habría olvidado tantas veces que tantas veces habría sido para ella el mismo sufrimiento por la noticia, pero siente su ausencia. Sabe que alguien le falta y las canciones se lo recuerdan, especialmente la que habla de un amor para siempre en un rincón cerca del cielo si los dejan, porque intuimos sin esfuerzo que es algo o alguien quien controla nuestra vida.

Me gustaría entender la vejez como una extensión de una vida compartida ya vivida, como la posibilidad de existir para otros, en otros que ya no están y en los recuerdos que se tienen de ellos, en una forma latente y silenciosa y un poco solitaria de continuar habitando este mundo, aunque la mente parezca fallar, pero al mismo tiempo no lo haga del todo. Resulta doloroso y aterrador observar en los ancianos la decadencia natural del cuerpo y de la psique, pero lo es mucho más pensar en una existencia vacía o inacabada o en una muerte que llegó demasiado temprano.

Yo me seguiré aferrando a que somos parte de un todo, el resultado de otros que ya vivieron y eligieron ciertos caminos, un punto de una esfera, o el verso de alguna canción de dos viejos que se amaron.

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