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¿Ustedes han estado 24 horas seguidas en completo silencio? Me refiero a 24 horas seguidas sin pronunciar una sola palabra, sin escuchar una sola canción, un podcast, tener una conversación con alguien, ver algún video, película o serie de televisión. ¿No? Entonces, ¿lo han intencionado por doce horas?, ¿seis? ¿tres horas? O quizá, al menos, ¿una hora al día? Seguramente no. Es probable que estas preguntas no se les haya pasado por la mente o, incluso, sólo contemplarlas parezca sumamente abrumador: la poderosa fragilidad del silencio nos aterra en un mundo que nos ha acostumbrado al ensordecedor ruido de nuestra vida cotidiana.
El ruido no sólo está presente en los sonidos que nuestros oídos son capaces de percibir. El ruido en nuestro agitado mundo se manifiesta en toda la información multiformato a lo que están sometidos todos nuestros sentidos. Twitter es el mejor ejemplo de cómo el ruido no sonoro es ensordecedor. Es el mejor ejemplo, pero sólo es uno ellos.
Somos unos enfermos por el ruido y al silencio le tenemos temor. Nos estamos volviendo incapaces de silenciar al mundo y silenciarnos a nosotros mismos. La sobreestimulación a la que nos sometemos es abrumadora: nos afecta la tranquilidad, el sueño y la claridad; pero somos incapaces de desconectarnos de ella. El ruido nos mantiene ocupados para distraernos del abrumador silencio que nos lleva a estar con nosotros mismos.
Cuando me preocupé por estas preguntas y por la incapacidad generalizada de silenciar nuestro alrededor, recordé que no siempre fue así. De niño, cuando pasaba mis vacaciones escolares en la finca de mi familia solía despertarme temprano a sentarme en el balcón más alejado de la casa para recibir el primer sol de la mañana. Podía pasar horas en ese espacio viendo el horizonte y contemplando el infinito verde de las montañas del suroeste antioqueño. No había música para entretenerse, no tenía celular y estaba prohibido encender el televisor, la compañía más frecuente era mi tía o abuela que, en un tono de voz bajito y a un ritmo lento, contaban largas historias de la familia y de ellas mismas. El silencio era una constante en el día a día de ese lugar. También lo era la reflexión.
Nadar también me ha regalado silencio. Estar bajo cinco metros de profundidad en una piscina te obliga a entrar en un estado meditativo muy forjador. El ritmo, la concentración y la tranquilidad son el imperativo de toda tu existencia durante los pocos minutos que los pulmones te permiten estar debajo del agua. Allí, el silencio es la recompensa.
No haré un listado gigante de las virtudes que traer silenciar el mundo por un instante. Basta con decir que no es beneficioso sino necesario, que nos hemos olvidado de él y por ende, de nosotros mismos. Retomar el silencio es dosificar ruido y domar el ritmo de nuestras vidas.
Yo sé que pedir que valoremos el silencio en una época tan ruidosa como la decembrina es una entelequia, fascinante claro, pero entelequia en todo caso. Sin embargo, escribo esta columna como la última de este año para que metamos más silencio en nuestros deseos del año nuevo.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/mateo-grisales/