En épocas de Tusi, Tik Tok y nudes vía Whatsapp, la crianza es un acto de valientes.
A algunos los que decidimos maternar o paternar nos llaman egoístas por pensar en nuestro beneficio en contra de un planeta híper contaminado y sobre poblado. Otros, militantes de un ala del feminismo anti-maternidad, nos llaman retrógrados y oprimidos y muchos comparan nuestro rol con el de tener y cuidar gatos y perros.
La concepción y el parto, aunque con sus complicaciones, son la parte fácil. Después de que nace el bebé, padres y madres nos convertimos, sin preparación alguna, en tutores, guías, ejemplos de un nuevo ser humano.
Sobre nosotros recae la ardua responsabilidad de hacer de ese nuevo ser una persona por lo menos crítica y capaz de tomar sus propias decisiones, un ser empático que convive con el diferente, una persona justa, curiosa, honesta, feliz. Padres y madres somos responsables entonces de criar una generación, en un entorno completamente desconocido para nosotros.
Atravesamos los primeros años de vida con una sobre exposición a nueva información y escogiendo todo el tiempo entre lo tradicional y lo moderno. Si damos sopa o BLW, si los estimulamos o dejamos que su desarrollo sea natural, si los vacunamos o no, si criamos con premios y castigos o a partir de límites respetuosos, si los exponemos o no al reguetón y juguetes bélicos, si tienen tiempo en pantalla controlado o a libre demanda.
Los metemos en nuestra propia burbuja esperando que crezcan con la consciencia propia de todas esas decisiones que tomamos, intentamos formar su carácter para que afronten solos el mundo.
Padres, madres y cuidadores improvisamos todo el tiempo. Por mas que leamos y estudiemos, por mas que visitemos psicólogos, coach y terapeutas, improvisamos en este nuestro propio experimento.
Los antes niños llegan cada vez más temprano a la temida adolescencia y aquella burbuja, ese pequeño mundo que nos esmeramos construyendo para ellos, desaparece.
Y seguro que nuestra adolescencia fue compleja, pero cada ridículo o mala decisión que tomábamos se quedaba solo en la memoria de nuestro círculo hasta que algo más llamativo pasara. Pero ahora, los adolescentes del momento, tienen que soportar que sus errores se conviertan en tendencia, se viralicen, se hagan mundialmente famosos o, por el contrario, si permanecen ocultos, que sirvan a otros adolescentes de armas de chantaje, de escudo de manipulación.
Esta generación de adolescentes confusos, infelices, excluidos, incapaces de conectar con el otro, adictos a la tecnología y sin visión del futuro es la que nosotros, millenials, con nuestras propias batallas y traumas hemos criado y es la que nos corresponde acompañar hacía una adultez responsable, guiándolos por caminos que tampoco conocemos, porque no fue esta nuestra realidad.
Nos enfrentamos con terror a la tarea de la crianza, presos de nuestras propias inseguridades, dando lo mejor que podemos con las herramientas que tenemos, pero, en todo caso, navegando en un mar desconocido, adivinando los pensamientos de nuestros propios hijos, intentando comprender su forma de relacionarse con su entorno y castigándonos de manera permanente por nuestra evidente torpeza al tratar de comprender sus realidades.
Somos responsables de los gobernantes del futuro, de los próximos maestros, de quienes salvarán o terminarán de destruir el planeta. Llevamos sobre los hombros la carga inmensa de un futuro complejo de imaginar.
Criamos por amor a nosotros mismos, a nuestros hijos, pero también por amor a un futuro que esperamos sea mejor que el presente.
Criamos como un acto de valentía en un presente lleno de desesperanza.