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No tengo un recuerdo claro de la primera vez que me hablaron del placer sexual pero sí de cuando me enseñaron lo que era la virginidad. Estudié en un colegio de monjas y en tercero de primaria hicieron un seminario sobre salud reproductiva; un señor se paró frente al auditorio a explicarnos un concepto que marcaría la vida de todas y que, según él, determinaría nuestro valor como mujeres y la forma en la que nos vería el universo en pleno. Nos enseñó, con fotografías, que todas las niñas nacemos con una “telita” dentro de nuestras partes íntimas la cual es un filtro al mundo exterior, nos contó que no tenía muchas funciones pero que sí sirve como una alarma ya que, ante cualquier intruso, se rompe y sangra.
Luego de rota no hay vuelta atrás, no hay forma de volver a pegarla, tejerla, recuperarla. Perder esa “telita” llamada himen es una señal de dejar atrás la virginidad, de perder la pureza que nos caracterizaba como niñas y construir un camino de desarrollo sexual. A su público, que estaba basado en mujeres pequeñas de primero, segundo, tercero y cuarto de primaria nos dijo algo que nunca olvidaré:
“Una vez que duermen con alguien no hay vuelta atrás. Si tienen sexo con un hombre, tendrán sexo con todas las personas con quien este estuvo antes. Cada persona que se suma a la lista, es una señal menos de su valor”.
Desde que supe qué era la virginidad, estuve aterrada en perderla. Tenía la sensación de que permitir entrar a alguien en mí sería mezclarme con esa persona, darle algo de mi cuerpo que luego no me sería devuelto, quedar marcada de por vida con su presencia dentro de mí.
No estaba aterrada por el dolor físico, nunca me asustó el supuesto punzón que se sentiría, la incomodidad física o el no experimentar placer; el miedo nacía de otro lugar, de mi mente que asociaba mi sexualidad con la vulnerabilidad. Miedo de ser vista desnuda, de compartir mis zonas erógenas, de cómo inconscientemente asociaba el placer a unas consecuencias nefastas, a enfermarme solo por no controlarme o quedar embarazada por unos minutos de deseo. Ser virgen se sentía como una victoria sobre mis propios deseos, una señal de autocontrol y “amor propio”.
Durante bachillerato vi cómo una a una mis amigas empezaban su vida sexual y entre susurros fui cómplice de sus acciones; no entendía cómo, mientras me alegraba por ellas, era totalmente incapaz de imaginarme a mí misma en esas. Llegó la universidad y el concepto sobre mi propia virginidad cambió; ahora tenía contacto con hombres y había salido de la influencia de las monjas, la culpa salió del panorama y todo se prestaba, en teoría, para dejar atrás el miedo a mi propio cuerpo. No obstante, la práctica me dijo lo contrario.
Ser “virgen” es una puerta abierta a la sexualización. La fantasía de la mujer pura, la que no ha sido tocada por otros hombres, el territorio sin conquistar; el nunca haber tenido relaciones sexuales era una invitación a que algunos de los hombres que me rodeaban quisieran ser los primeros en lograr mi consentimiento. La culpa se transformó en desconfianza, en un bloqueo a mi cuerpo en aras de protegerme de quienes me veían como un trofeo.
Me tomó años soltar esta imagen de mí misma, también de mi propia sexualidad. Dejar de estar prevenida ante el mundo y apropiarme de mi cuerpo ha sido una de las victorias más grandes de los últimos tiempos, ser mía y decidir en cada segundo y momento hacia dónde quiero ir y a cuál punto quiero llevar mi sexualidad. No existen “telas” que me guíen, tampoco monjas ni atarbanes que me influyan al momento de decidir, solo mi deseo, mi cuerpo y yo.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/mariana-mora/