V

Nació en 1853 en Países Bajos. Desde niño mostró signos de un temperamento malhumorado y agitado que atormentaría sus proyectos a lo largo de toda su vida. A V, le faltó siempre compromiso, visión de largo plazo, metas claras y precisas a futuro.

De niño, a pesar de que un destacado manual para padres desaconsejaba los paseos sin supervisión que pudieran «intoxicar» la imaginación del niño, su madre lo dejaba vagar solo por horas. Caminaba kilómetros para sentarse durante horas a observar el nido de un pájaro, o a seguir a los bichos del agua en sus extensas caminantes. Estaba especialmente obsesionado con coleccionar escarabajos, etiquetando cada uno con el nombre propio de su especie en latín.

A los 13 años, V fue admitido en una moderna escuela alojada en un antiguo palacio real. Estaba tan lejos de su casa que tuvo que alojarse con una familia local. A V no le gustaba vivir con extraños, por lo que abandonó sus estudios antes de cumplir 15 años. Durante los siguientes dieciséis meses, no hizo otra cosa que divagar por horas, sin rumbo fijo por la naturaleza. Perdido, sabía que eso no podía durar siempre, pero no tenía idea de qué otra cosa hacer con su vida.

Afortunadamente, su tío tenía una galería de arte de gran éxito y acababa de ser nombrado caballero. Le ofreció a V un trabajo en la gran ciudad. Aunque hacer arte no lo inspiraba en lo absoluto, venderlo sí, aceptó. Volvió la intensidad de observación que había practicado en la naturaleza a litografías y fotografías, clasificando lo que veía igual que sus escarabajos. Durante 7 años, trató con clientes importantes y viajaba al extranjero en viajes de trabajo. Había encontrado su “pasión” dirían muchos. Lo que lo hacía “vibrar alto”.

Llegó a parís en 1875 en medio de una revolución artística. Sin embargo, vago y sin metas claras, desaprovechó esta gran oportunidad. Estaba demasiado ocupado con una nueva y ridícula obsesión: la religión. Fue despedido de la galería por incompetente dirían algunos. Fracasado y quebrado, no le quedó de otra que irse a trabajar como profesor asistente en un internado de una ciudad costera de Inglaterra. Con jornadas de catorce horas, impartía clases de francés y matemáticas, supervisaba la residencia de estudiantes y llevaba a los niños a la iglesia. Pero al cabo de unos meses decidió que sería misionero en Sudamérica. Sin embargo, sus padres le convencieron de que no lo hiciera, insistiendo en que debía «dejar de seguir sus propios deseos» y volver a una vida estable. Decidió entonces seguir los pasos de su padre: se formaría para ser pastor. Creía haber encontrado su verdadera pasión.

Empezó la universidad. V se propuso empezar a trabajar antes de que sus compañeros se levantaran y terminar después de que se durmieran, pero el latín y el griego no le resultaban nada fáciles. Le iba mal. Decidió renunciar a la universidad, fracasó. Tenía 27 años, Una década después de un comienzo exuberante como comerciante de arte, no tenía posesiones, logros ni dirección. Había sido estudiante, marchante de arte, profesor, librero, futuro pastor y catequista itinerante. Tras unos inicios prometedores, había fracasado estrepitosamente en todos los caminos que había intentado.

Volcó su feroz energía en la última cosa que se le ocurrió que podía empezar de inmediato; dibujar. Cuando tenía casi treinta y tres años, se matriculó en la escuela de arte junto a estudiantes una década más jóvenes, pero sólo duró unas semanas. Se presentó al concurso de dibujo de la clase, y los jueces le sugirieron con dureza que volviera a una clase de principiantes con niños de diez años. Como siempre, disperso, pasaba de una pasión artística a otra. Un día pensaba que los verdaderos artistas sólo pintaban figuras realistas, y al día siguiente, cuando sus figuras salían mal, los verdaderos artistas sólo se preocupaban por los paisajes. Un día se esforzaba por el realismo, otro por la expresión pura.

Siguió pasando de un experimento artístico a otro, observando, reconociendo y desmintiendo, condenando rotundamente el intento de capturar la luz del sol en la pintura para luego dar marcha atrás y colocar su lienzo al aire libre bajo la luz del sol para hacer precisamente eso. Se obsesionó con los negros más profundos y oscuros en obras incoloras, para luego prescindir de ello en un instante y para siempre, en favor del color vibrante. Comenzó a tomar clases de piano porque pensó que los tonos musicales podrían enseñarle algo sobre los tonos de color.

Sus peregrinaciones continuaron durante los pocos años que le quedaban de vida, tanto geográfica como artísticamente. Finalmente renunció a la meta de llegar a ser un maestro del dibujo, y luego fue dejando atrás, uno a uno, todos los estilos que antes había pretendido criticar, pero en los que había fracasado. Surgió con un nuevo arte: impetuoso, embadurnado de pintura, con erupciones de color, sin más formalidad que la de plasmar algo infinito. Quería hacer un arte que cualquiera pudiera entender, no obras altivas para quienes tuvieran una formación privilegiada.

Surgió Van Gogh. En lugar de trabajar desde un objetivo, trabajó hacia adelante desde situaciones prometedoras. No tuvo una “visión”, ni una meta concreta a largo plazo, sólo un plan para hacer lo que era interesante o necesario en ese momento. Nos han vendido la idea de que las pasiones llegan como un milagro que invade el cuerpo y hace maravillas. “Va a llegar algo que te va hacer vibrar alto”, me decían mis amigas cuando me veían aburrida cómo abogada. 

No va a llegar un milagro que los haga vibrar alto. Esa no es la vida. Cuando en 2016 se le preguntó al cofundador de Nike, Phil Knight, sobre su visión a largo plazo y cómo supo lo que quería cuando creó la empresa, respondió que en realidad quería ser un atleta profesional. Pero no era lo suficientemente bueno, así que pasó a intentar simplemente encontrar alguna forma de seguir relacionado al deporte. Por casualidad, terminó diseñando tenis. «Lo siento por la gente que sabe exactamente a qué se va a dedicar desde que está en segundo de bachillerato», dijo Phil Knight.

*Biografía de Van Gogh tomada del libro “Range: why generalists triumph in a specialized world” de David Epstein.

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