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Cuenta Rosa Montero que algunos lectores le han pedido una tregua en los temas de sus columnas: le reclaman que últimamente no ven una pizca de esperanza en ellas y ella dice que a su vez le pide una tregua a la vida que está tan oscura. Me identifico plenamente con Rosa, las pasadas semanas he sentido ese hielo: al sentarme a hilar palabras me adentro en la niebla y avanzo sin que alcance a entrar prácticamente luz. Me pregunto si los lectores lo percibirán demasiado y me lo confirmo: les tiene que pesar. Entonces recuerdo que las columnas son justamente un espacio en el que quienes elegimos la escritura como vida —como desahogo, exploración y profundización de la mirada en un intento de convertirla en semilla— lo que hacemos es observar la existencia y llevar lo que juzgamos prioritario a las letras. Hay pedazos del camino más oscuros y eso, seguramente, se reflejará en las columnas. Porque de nada nos sirve taparnos los ojos, escribir en los márgenes para no enfrentarnos al fondo. Resultarían columnas vacías. Y la poesía nace del dolor.
Cuando hay mucha oscuridad parece que se acaba el tiempo, que la noche ha llegado para quedarse. Hablando sobre el triunfo de Milei en Argentina, recordó Leila Guerriero la respuesta de Kafka cuando le preguntaron si creía en la esperanza: “Sí, por supuesto, creo en la esperanza. Pero no para nosotros. Para nosotros no hay esperanzas”. La perspectiva no es la misma cuando creemos que no nos alcanzará el tiempo, que tal vez lo bueno logre llegar por fin cuando ya no estemos para verlo.
Entonces, como siempre, vuelve la naturaleza a afilarnos la mirada. Ella es, entre tantísimas cosas, una maestra del tiempo, de la paciencia, de la resiliencia. De su mano resisto. Van ya meses desde que una preciosa orquídea blanca que tengo se reduce a tallos pelados y restos secos desde que murieron sus flores. Cada semana, sin falta, riego esas raíces en donde casi parece que no hubiera vida. Hace un par de días me acerqué a contemplarla y descubrí varios brotecitos verdes que ahora acompaño con ilusión. Ahí vienen las nuevas flores, ahí viene la belleza.
Escribe el investigador botánico Eduardo Barba que “en un jardín, el tiempo es otro, porque se magnifica y ensancha, porque el jardín enseña que la escala es otra mayor en la que a menudo no se repara. Es posible entonces esperar varios años a que un árbol dé sus frutos, o a que genere una mínima sombra aceptable para aliviar del calor del verano. (…) Y si alguna estación ha de ser la llegada final para la planta, el recuerdo de su belleza seguirá nutriendo nuestro segundero.”
Me pregunto reiteradamente por la naturaleza como testigo del horror, me aflige imaginarme su resistencia en silencio, ese sufrimiento expresado en gritos mudos: se ven pero no se oyen, en un mundo en el que tanta gente ha decidido no mirar. Yo vivo pendiente de sus imágenes y por eso sus alaridos me aturden e, inevitablemente, se reflejan en mis columnas. Pero vivir con los ojos y el corazón abiertos significa también que cada gota de belleza es alimento: no me pierdo el nacimiento del primer brote y entonces recuerdo la sabiduría del tiempo, la fortaleza de las plantas obligadas a adaptarse a sus circunstancias en la quietud, la inevitable llegada de la belleza.
Hace unos meses entré temblando a una sala de cirugía. En medio del blanco y el frío, en esa soledad indecible, alguien a quien no vi me cogió la mano. La mano de un desconocido que te aprieta y te calienta, y no sabes de quién es pero es una mano y la tomas con todas tus fuerzas para no rodar por el abismo. Esa mano es, en la vida corriente, la naturaleza.
Me decía Carolina Sanín en el nuevo episodio del podcast Universo No Apto que quizás la gratitud sea lo que se opone a la muerte, que tal vez ni siquiera haya que tener esperanza, sino simplemente vivir agradecidos el presente, porque eso es vivir la vida y no nos queda más. Descubrir los nuevos brotes, la promesa de las flores, es también creer en las posibilidades de cada nuevo día. Por eso traigo cada retoño a mi columna, cada pájaro que se da un baño o que llega desde otro lugar del mundo y recupera fuerzas comiendo plátano frente a mi ventana. Porque su canto es la mano que me aprieta cuando tiemblo observando el mundo. Para darnos una tregua.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/