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Empiezo por una confesión: no tengo ni la menor idea de cómo puede Venezuela salir de la situación que está viviendo. Pero sí sé lo que no quiero que ocurra.

Hay cosas que, a estas alturas, ya están más que claras pese a los esfuerzos de algunos por restarle poder a la denuncia de la oposición: el oficialismo en cabeza de Nicolás Maduro asegura haber ganado las elecciones, pero es incapaz de demostrar ya no la trasparencia del triunfo, sino el triunfo mismo. Yo cuento los votos, yo digo quién gana, y me importa un comino si me creen o no, fue su argumento.

Luego han venido los esfuerzos diplomáticos de México, Brasil y Colombia para intentar arreglar el entuerto. Una apuesta arriesgada que busca, supongo, asegurarle a Maduro y los suyos un futuro donde no se asome la espada de Damocles, a ver si deja el poder ¿Es lo ideal? Seguro que no, pero es la realpolitik.

La salida de otros dictadores también necesitó de algo de ello. Las leyes de punto final hicieron parte del proceso de retorno a la democracia en Argentina por allá en 1986, aunque luego las declaró nulas el gobierno de Néstor Kirchner en 2003.

Paraguay dejó en libertad a su dictador Alfredo Stroessner Matiauda, quien murió en el exilio en una sala de operaciones a los 94 años. También Chile dejó impune a su dictador, Augusto Pinochet, quien murió rodeado de los suyos (y espero yo que aterrado por los fantasmas de los muertos que dejó su paso por el poder) en 2006. Tenía 91 años y solo vio de cerca la justicia cuando el juez Baltasar Garzón metió baza en su fortuna. Pinochet murió de viejo, impune y rico. Aún hay gente dentro y fuera de Chile que lo aplaude.

Si esculcamos en la historia, debe de haber otros casos.

El mundo cambió, claro, y el Estatuto de Roma no permite que dictadores y criminales anden tan tranquilos por el mundo. O eso es lo que busca, por lo menos. Supongo, además, que Maduro y los suyos no ven con buenos ojos pasar los veranos en Moscú o Pionyang o en alguno de esos otros paraísos adonde podría exiliarse. Puede ser que el temor a terminar extraditados, presos y pobres sea el muro contra el que se chocan una y otra vez las propuestas de los mediadores. O quizá el recuerdo fresco de Muamar el Gadafi o Saddam Hussein les recuerda su propia mortalidad.
Eso, pues, es lo sabido.

Y aquí es donde la cosa llega a lo que no quiero, a la peor de las opciones: las armas. Hay quienes, detrás de cómodos teclados, abogamos por la diplomacia. Nos tratan de ingenuos, de idealistas.

Hay quienes, detrás de cómodos teclados, proponen que otros —que no son ellos, por supuesto— empuñen las armas y saquen del poder a Maduro. Imaginan, supongo, que un par de batallones parados delante de Miraflores bastará para que el sátrapa empaque sus maletas y salga de allí. Piensan, quizá, que esa es una salida fácil.

Pasan por alto, en su deseo de ver caer a quien tanto odio les genera, que el de Venezuela es un gobierno autoritario que ha creado, auspiciado y armado a grupos paraestatales. Olvidan —con algo de cinismo, me parece, y a miles de kilómetros de distancia— que se puede saber bien cuándo es que se empieza a disparar, pero no se sabe cuándo terminará la balacera.

Argumentan —no sin acierto— que ya el gobierno venezolano suma una buena cantidad de muertes en su haber, pero sumarle más armas se asemeja más a la ley del talión que a una oportunidad de cambio que logre la libertad que Venezuela necesita con urgencia.

Al final, no les importa, ellos tienen claro, desde la seguridad que les da estar lejos de Caracas, que sus ojos y sus dientes están a salvo.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/mario-duque/

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