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– ¡ESTE DOLOR TE LO VOY A COBRAR, HIJUEPUTA! – se escuchan los gritos de una mujer en la sala de trabajo de parto.

El hospital de Apartadó está lleno de mujeres a punto de tener hijos. Muchos médicos llegan desde Medellín a hacer rotaciones en Ginecología y Obstetricia. Cada día pueden llegar a atender veinte mujeres, y casi todas tienen cinco, seis, siete hijos. Con tantos partos y tantas cesáreas es el campo de práctica perfecto para los internos.

Por lo general son mujeres jóvenes; algunas llegan con pequeños bultos blancuzcos alrededor de la vagina, otras llegan con mal olor, como si tuvieran un pescado entre los calzones. Son síntomas de enfermedades de transmisión sexual que estuvieron ignorando mucho tiempo. Los profesores se han ofrecido a hacerles una ligadura de trompas a muchas mujeres después de tener a sus bebés, pero, por lo general, ellas no quieren. En el hospital les impresiona que quieran seguir teniendo más y más niños, pero después de unos días entienden por qué.

Esas mujeres están acostumbradas a tener hombres que las dejen y las reemplacen como carritos de juguete que dejan botados para conseguir uno nuevo.

Entonces necesitan a otro hombre que las mantenga, y para poder amarrarlo necesitan tener un hijo con él, hasta que consigan otro carrito con el que puedan volver a jugar.

Así, cada bebé que tienen es una manera de pescar a un tipo que las mantenga a ellas y a sus hijos. Por eso es que no se operan, porque seguir teniendo hijos es la mejor manera de asegurar su supervivencia.

El trabajo de parto puede ser largo, de hasta doce horas. La sala está llena de camillas en las que monitorean a las mujeres para que no tengan problemas en la gestación, pasándoles suero a través de un catéter para mantenerlas hidratadas. Allá los médicos las vigilan esperando a que empiecen a tener contracciones o dilatación, para que la pasen a la sala de partos.

La mujer que grita no es distinta a las otras, pero aun así es especial.

Debe tener unos treinta años, es grande, de casi un metro setenta de altura, ancha, no gorda, sino corpulenta y muy fuerte. La historia clínica dice que ya tiene nueve hijos, y sin embargo ella grita como si su vientre fuera una camisa que le estuvieran rasgando.

– ¡Por tu culpa estoy aquí, malparido!

Son muchas que están en esa situación, que gritan de dolor porque darle vida un bebé duele, pero en esa mujer hay algo más, algo que va más allá del dolor físico. Rabia, ira, sufrimiento.

– ¡TE VOY A MATAR! -grita- ¡VOS ME HICISTE ESTO!

Se mueve como loca, se levanta y arranca el catéter como si fuera un hilo de una camisa. Chilla como si la hubieran secuestrado, gritando que va a acabar con un hombre que no está, que puede estar afuera de la sala, en algún lugar del hospital, o perdido en algún lugar del pueblo.

Las enfermeras, la ginecóloga y las internas tratan de acercarse para volver a ponerle el catéter. Tienen miedo de que les haga daño, es muy fuerte, y cada vez que la miran se sienten como si estuvieran embistiendo a un toro.  

Una enfermera le coge el brazo, le vuelve a conectar el suero, y trata de calmarla al oído:

-Señora, respire hondo, que va muy bien.

– ¡SAPA HIJUEPUTA! – contesta, lanzándole un manotazo. – ¡NO ME JODA!

El equipo médico se aleja a monitorear a las otras señoras. Aunque parece capaz de cascar a cualquiera de ellas no les hace daño.

Las mujeres pasan a la sala de partos por turnos, cuando las contracciones se intensifican las ingresan cuando tienen las condiciones para que las puedan atender.

Después de unos minutos la mujer tiene una dilatación de diez centímetros. Sus alaridos se vuelven cada vez más intensos. Es su turno.

Las médicas consiguen que se recueste y la llevan hasta la sala de partos. Va a tener un parto natural, entonces no necesita anestesia. La anestesia es para las cesáreas.

 Una de las internas se queda con ella.

– ¡ESTE DOLOR TE LO VOY A COBRAR! -le grita a su hombre- ¡TE VOY A MATAR!

La interna le da la mano y la ayuda a recostarse en la camilla de parto. Se sienta en un banquito de frente a la mujer para que su bebé salga, y así, por fin, deje de sufrir.

Las contracciones se hacen cada vez más intensas. La mujer grita y grita hasta que su bebé se va saliendo de su cuerpo. 

Ya ha tenido nueve partos, entonces este será fácil. La mujer abre las piernas mientras sigue gritándole al hijueputa por el que está allá, hasta que lo que tiene dentro de ella comienza a salir.

Su bebé se desliza hacia afuera de su cuerpo como si fuera por un tobogán. La interna logra ver cómo sale una cabeza grande y morena, unos brazos chiquitos y robustos como dos troncos y finalmente salen dos piernitas que se sacuden con fuerza, hasta que tiene en sus manos un bebé llorando conectado con un cordón umbilical.

Por fin, la mujer deja de gritar, y se recuesta en la camilla.

La interna le corta el cordón y lo tira a los residuos de material orgánico. Coge al bebé en sus brazos como a una muñeca, con lágrimas en los ojos, y se da cuenta de que atendió el parto de una niña.

Se acerca a la mujer, y le pone a la bebé encima del pecho, y le dice, con alegría:

– ¡Señora, es una niña!

La mujer se ve noqueada, apenas reacciona, trata de no verla, hasta que le dice a la interna:

   -Aj, -responde, mirando al techo- ¡Una puta más!

La interna le entrega la bebé a una enfermera para que termine de limpiarla, choqueada, como si una mano fría le hubiera arrancado el corazón y aun así siguiera respirando.

Fuera de esas paredes corren niños barrigones en calzoncillos por todas partes. Se ven así de gorditos porque son casi todo piel y estómago, y poco más. La interna, con haberla cargado por un instante, se encariña y se emociona con ella, pero esa niña debe estar con su mamá. 

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