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Juan Felipe Gaviria

Una opinión sobre la prostitución

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Esta semana. Pablo Estrada y Daniel Álzate entrevistaron a la jueza Helena Hernández sobre su postura frente la legalización, y, sobre todo, sobre abolición de la prostitución. La jueza defendió de manera vehemente el hecho de que no existe tal cosa como la libre elección en la explotación sexual y que la prostitución siempre debe manejarse como un acto que viola las libertades de la mujer y explota su cuerpo por necesidades económicas. Su conversación me recordó el debate interno que estalló en mí el hecho de vivir en Países Bajos.

Recuerdo mis primeros días en Ámsterdam. Estaba en un parque con unos amigos y decidimos aprovechar que les quedaban dos horas a los bares que debían cerrar a las 10pm por las restricciones de la Covid-19. Yo no tenía bicicleta y ellos sí, entonces les dije que iría caminando. A mi celular le quedaba 5% de pila y todavía no conocía la ciudad ni cómo encontrarme en sus pasillos torcidos y sus canales que te distraen con su belleza. Empecé a caminar y me perdí. Fue hasta que una luz neón roja y seductora se asomó desde una ventana que logré saber dónde estaba.

Era el famoso distrito rojo de la ciudad, y en esa ventana roja se paraba una mujer que miraba, se mordía los labios y me hacía señas para que me acercara. Yo, que siempre he sido -y quizá siempre seré- un cobarde ante la seducción, apuré el paso y traté de escapar. Ya era muy tarde. La luz roja que antes se limitaba a una ventana se había esparcido a docenas en la calle siguiente. Y en cada una de ellas, otra mujer, sugerente con un cuerpo ansioso y ojos hambrientos, buscaba su siguiente cliente. En las calles, los pocos turistas covideños borrachos les echaban los perros derramando sus cervezas. En las esquinas cruzaban los transeúntes acostumbrados a la bulla y la pesadez de la calle roja. Para mí era difícil absorber la realidad en medio del despelote. El Estado había designado ese canal para que compartimentara la lujuria.

Llegué a mi casa en shock. Sabía que la prostitución era legal acá, pero no esperaba que esa ley, y esa discusión de estos holandeses que tan bien parecen ser capaces de regular su país, permitiría eso. Mi primer instinto fue despreciarla, e indignarme, alegrarme de que mi país no defendiera esta práctica en sus leyes. Después empecé a leer y entender cómo los holandeses habían decidido regular, cómo había llegado esa calle a ser una realidad.

En el año 2000 se volvió obligatorio que, para ejercer la práctica legal de la prostitución –que se define como la venta de servicios sexuales consensuales que involucran dos o más adultos–, las mujeres y hombres que desearan prestar sus servicios debían registrarse como negocios ante la cámara de comercio holandesa. Esta ley tenía tres objetivos principales: eliminar la explotación ilegal, limitar las organizaciones ilegales y mejorar los estándares de trabajo para las prostitutas.

En los 22 años que ha operado esta ley, Humanity Inaction, una observadora de Derechos Humanos, detectó que las trabajadoras sexuales han logrado establecerse en entornos más seguros, higiénicos y dignificados, con sistemas de seguridades con cámaras, botones de pánico accesibles en los cuartos, guardias de seguridad atentos y presencia policial encubierta en los sectores de la ciudad y el país designados para la venta de servicios sexuales.

El gobierno también provee, mensualmente, pruebas de enfermedades de transición sexual y gratis a todas las trabajadoras. Me refiero en femenino, pues la realidad es que el 95% de las trabajadoras sexuales en Holanda son mujeres. Además, las mujeres han podido apropiarse (hasta donde se puede) de sus cuerpos y sus servicios, siendo un requisito que ellas sean las únicas dueñas del negocio. Así eliminaron los “pimps”, que normalmente regulaban y repartían los ingresos de docenas de mujeres y se quedaban con una porción por sus servicios de “seguridad”. A pesar de su esfuerzo, la realidad es que su regulación no se ha acercado a la perfección.

La llegada de inmigrantes buscando disfrutar de las condiciones seguras de la práctica ha llevado a un ambiente de competencia entre las trabajadoras. Esto las ha empujado a aceptar servicios más riesgosos e indeseables, como no usar condón o practicar sexo anal. También, los altos precios para alquilar sus ventanas tampoco han ayudado con la presión. Humanity Inaction estima que deben “atender” por lo menos 4 o 5 clientes por día solo para cubrir su arriendo. Además, los altos impuestos que deben pagar han llevado a algunas trabajadoras a refugiarse en la ilegalidad.

Es un debate difícil. Imperfecto. Lleno de eufemismos, como “servicios”, “trabajadoras sexuales”, “prácticas”. A veces, se trata de caminar la línea entre ser respetuoso con las mujeres que realmente viven ésto como su día a día y reconocer lo carnal y pesado que puede ser ese mundo. Además, como soy hombre y nunca he tenido que sufrir de una constante sexualización de mi cuerpo o miedo de agresiones sexuales, es casi imposible ser capaz de sumergirme en este debate con la humanidad que se necesita. Probablemente, si fuera mujer, sería más crítico con la prostitución, logrando entender el lado emocional y pesado de esa realidad. Lo admito, y sé que puedo fallar en reconocer las implicaciones emocionales al formar mi opinión sobre este tema.

Lo que sabemos es que, en Colombia, y sobre todo en Medellín, la prostitución es una realidad. Una que crece todos los días. Sin regulación, con indiferencia y complicidad de la alcaldía y la policía. Y aunque para mí resuenen los argumentos de la jueza Hernández y me haya impactado la realidad del Distrito Rojo, sé que muchas de esas mujeres agradecerían saber que cuentan con la policía y el gobierno para defenderlas de todos los problemas que pueden nacer de esa situación. Que esas mujeres, por lo menos, desean ser las dueñas de su cuerpo y escapar de sus jefes mafiosos y explotadores. O cambiar de carrera con la ayuda del gobierno, algo que los holandeses hacen con las trabajadoras sexuales que desean abandonar su práctica.

Por ahora, es imposible soñar (en la práctica) con la abolición de la prostitución. No importa lo que escribamos en nuestras leyes; seguirá siendo una realidad del patriarcado que sobrevive en el corto y el mediano plazo.

¿Deberíamos ser como Holanda? Quizá, pero no del todo. Deberíamos proteger con la fuerza de la ley a las mujeres que caen en la prostitución, pero verlo como algo transitorio. Ayudar a que el mundo del sexo pagado se vuelva uno menos criminal, más seguro y con más presencia del Estado. Pero, al mismo tiempo, ayudar a sus participantes a incorporarse a la economía sin necesidad de explotación corporal. Ambas partes son igual de importantes. Quizá, por ahora, lo peor que podemos hacer es perseguirlas a ellas, que terminaron allá, no por elección, sino necesidad.

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