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La configuración de los espacios que habitamos cuenta quiénes somos. La vida cobra sentido cuando nos damos cuenta dónde vivimos y lo que tenemos alrededor. A mí, desde muy pequeña, los objetos me llamaban la atención, pero más allá de ese deseo infantil de cogerlos torpemente, era una sensación de querer saber todo sobre ellos: de dónde venían, como habían llegado ahí, quién los había hecho. Siempre me ha gustado que mi nombre empiece por la letra A. La primera del abecedario, la primera vocal. La última letra de las primeras palabras que decimos: mamá, papá, nana, agua, tata, teta, dada. Conocer el nombre de las cosas es también un descubrimiento prodigioso que nos conecta con otros mundos.
Estos meses me la he pasado organizando el cuarto de mi hija. Es una habitación donde antes había una cama por si los huéspedes llegaban, un escritorio vacío, una mesa de noche llena de fotos y papeles viejos, y otra mesa antiquísima en la que había libros y portaretratos. Un espacio de mi casa que me parecía insípido, sin carácter, sin forma. Un lugar para llenar con muebles y que no se viera vacío. Desde hace tiempo quería cambiarlo, hasta que llegó el motivo para hacerlo. Un nuevo ser, una persona que irá descubriendo su espacio, sus colores y texturas y aprenderá a habitar el mundo primero desde adentro, desde mí, y luego desde las paredes de su habitación, de su casa.
Será su pequeño universo (aunque el universo ya es todo de ella), con las paredes que pintó su papá y los muebles que le armó. Un refugio que le construimos a gusto y elección de nosotros, pero que ella irá modificando a medida que crezca según sus intereses y descubrimientos.
Durante seis años hubo un sofá que no me gustaba en mi cuarto. Ahí dormía mi perro. Cuando murió fue lo primero que saqué. Lo reemplacé con una silla tipo poltrona y un descansapiés compañero que hace poco había mandado a retapizar. Al lado puse un tronco de madera que hace las veces de mesita con una mata de romero encima y una foto de mi perro que, en ocasiones —más de las que quisiera— debo voltear para no ver. Pensándolo bien, a Gabito le hice un altar. Reconfigurar los lugares y resignificar lo que son también es una muestra de la vida en transformación.
No ha nacido mi hija, pero ya llegó otro miembro al hogar. Un cachorro de cinco meses al que llamamos Nío, del japonés Niō. Significa guerrero protector, el guardián de Buda. Está representado en figuras masculinas, musculosas, en las entradas de los templos budistas en Japón. Su nombre es una bella evocación de los espíritus que protegen lugares sagrados. En este caso, mi hogar, el apartamento al que llegará Agustina, donde vivirá sus primeras veces de casi todo. Aquí va a comer, a dormir, a jugar, a crecer, y entrará en la dinámica de una familia que la espera con amor. Me observará escribir y en unos años sabrá que es mi inspiración.
Los espacios, las habitaciones, los lugares en los que hemos vivido, determinan en gran medida cómo nos movemos en el mundo y cómo nos comportamos según el nivel de intimidad. ¿Quiénes somos cuando entramos en nuestra casa y nadie nos observa? ¿Qué tan importante es tener un rincón propio, limpio, ordenado y en calma para desarrollarnos como personas? Virginia Woolf decía que las mujeres necesitamos una habitación para leer y escribir novelas. Seguro la maternidad, en principio, me arrebatará todo eso, pero me dará un sentido renovado para seguirme descubriendo, construyendo y redefiniendo. Seguiré escribiendo y reflexionando desde mi habitación propia y compartida. De todas maneras, el único lugar desde el que puede brotar lo que sea, es desde adentro.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/