Uno pensaría que la gripa es propia de la nariz, la congestión de la garganta y los pulmones. Uno pensaría que da cuando al cuerpo lo invade un virus. Que la carraspera se soluciona con una pastilla para chupar y la fiebre, si es que da, necesita de paños húmedos y reposo en cama para dejarla pasar. Uno no consideraría que la gripa también trepa al cerebro, al menos no hasta que a uno le toca.

No obstante, esta gripa, que como un moco espeso tapa cada cavidad cerebral, no tiene el mismo origen que el resto de virus. Esta nace de la pesadez propia de la tristeza, una que a nombre propio me enfermó cuando hace dos años diagnosticaron a mi madre de cáncer de mama.

El moco invadió mis recuerdos, nubló mi memoria sobre aquella época en la que yo fui hija y cuidadora. De este tiempo puedo nombrar las veces que fuimos a la clínica, el tacto de su cabeza rapada y el olor de los ungüentos que esparcí por su cuerpo; puedo recordar lo doloroso, también lo bello del proceso, pero más allá de eso, nada más.

Trato de traer a la mente la vida que fue mía y que siguió su curso separada al cáncer y la enfermedad, trato de pensar bien en si tuve algún logro artístico, académico o personal. Lo hago en vano porque el moco obstruyó los recuerdos, y la gripa cambió la forma en la que concibo ahora el tiempo.

¿Que existió, aparte del nido donde juntas su cuerpo sanó?, ¿qué fue de mí, aparte de la mano derecha de mi hogar completo? porque aunque esto nunca se trató de mí, también sobre mí fue. Fascinante se me hace saber que existí, pero no mucho recuerdo. Viví, comí, me vestí, trabajé y estudié, pero poco recuerdo.

Ese moco tal vez es un método de protección contra el dolor, una barrera que roba la memoria pero que hace posible que el cuerpo no desfallezca, que la fuerza para afrontar las contingencias de la vida se prolongue hasta lo que la realidad exija.

¿Alguna vez volverán los recuerdos que hoy busco y no encuentro?, ¿en qué lugar reside todo eso que dejamos de sentir para sobrevivir?

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