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“Hay en el duelo una fuerza contradictoria, una fuerza absoluta que lo propulsa a uno tanto hacia la necesidad de cambio como hacia la tentación morbosa de la fidelidad al pasado”.
David Foenkinos, La delicadeza.
El duelo es parte de la vida. Desde pequeños nos enseñan que la muerte es dolorosa y lo peor que puede ocurrir. Despedir a alguien y saber que no volveremos a verle, pues su cuerpo físico ya no existe es, sin duda, una confrontación exigente, triste y desoladora. Pero los duelos no son solo por la muerte. La vida está llena de pequeñas despedidas, definitivas o temporales, que nos marcan y transforman quiénes somos y cómo vemos el mundo.
El 5 de abril nació en Módena, Italia, la hija de mi mejor amiga, y no pude evitar pensar en que una parte de ella como la mujer que conocí ya no está. Ya no será nunca más ella sola, ya nuestros encuentros —bastante escasos por la distancia geográfica— sí que serán menos frecuentes. Hace poco más de un año, otra de mis grandes amigas también se aventuró a la maternidad, y aunque a ella la tengo a una cuadra de distancia, esa mujer que fue antes de ser madre ya no existe.
Últimamente escucho decir a las mamás que “hay que hacerle duelo a esa mujer que se era antes de los hijos”, y yo les añado, las que no somos madres también tenemos que hacerles duelo a esas amigas que se convierten en mamás. La amistad puede ser inquebrantable, esos lazos que nos unen con quienes fuimos antes de esta nueva historia nos sostienen, pero ese tiempo de las amigas, ese que es tan abundante en la adolescencia y en la juventud adulta se acaba. Una amiga con hijos ya no está tan disponible para una llamada, para una salida a tomar café o a almorzar, para ir de fiesta. Por lo menos durante los próximos veinte años.
Suena egoísta, y por supuesto la vida de todos cambia y crecemos, nos casamos, nos mudamos, nos convertimos en padres, las responsabilidades son cada vez más apremiantes, pero no por eso deja de ser difícil de aceptar. Vivir es también una eterna conversación con la nostalgia. A ese sentimiento hay que abrirle la puerta, mientras más pronto mejor, mientras menos resistencia le pongamos, mucho menos traumático. Existir es perder, despedir, olvidar.
Hoy no tengo muchas palabras, me faltan las fuerzas para ordenar por completo lo que quiero decir sobre cómo me siento. Cuando Naty se fue a vivir a Italia una parte de mí se fue con ella, y ahora esa parte se dividió y vive también para abrazar desde lejos a Amaranta, a ese nuevo ser que trajo el arco iris y llegó en la primavera para expandir el amor de la mujer más amorosa y fantástica que he conocido. Nació bajo el signo de aries, el favorito de su mamá.
Hace unos meses, cuando fui a su boda en el norte de Italia y hablé en la ceremonia como ella me pidió, no sabía que mis palabras eran para tres. Por ahí, desperdigada en algún lugar del universo, la energía de un nuevo ser se fijaba en Italia y en Colombia. Les dije ese día, a mi amiga y a su esposo, Roberto, que su amor era transoceánico, que unía fronteras, fusionaba idiomas y culturas y nos daba alas a quienes estábamos allí presentes para presenciar esa unión inesperada y unir para siempre a dos tierras lejanas, pero parecidas.
Hoy vuelvo a esas palabras, me reafirmo en ellas. Aunque yo le diga adiós a una faceta de mi amiga y convierta de manera definitiva en recuerdos todo lo que vivimos que jamás volverá, la tierra le da la bienvenida a una nueva mujer que, sin dudas, será tan maravillosa como la mujer que la trajo al mundo. Un duelo es un cierre, un abandono, pero es también la puerta de acceso a una nueva forma de vida, de amor, de amistad. Bienvenida, Amaranta. Desde aquí te abrazo.
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