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Nunca olvidaré la época en la que decidí qué estudiar, caótica porque a quienes me rodeaban no les sonaba tanto que una buena estudiante optara por periodismo —y eso no deja de asustar a una adolescente. Les parecía lógico que fuera una carrera de negocios, algo que diera dinero y direccionara bien la vida, como si la vida fuera una transacción y el intento de la felicidad tuviera alguna posibilidad al elegir algo lejano al alma.

Creciendo he agradecido mi intuición, lo suficientemente poderosa para determinar que nadie viviría por mí. Sigo oyendo quejas de antiguos estudiantes de comunicación y periodismo, pero no me sumo a su arrepentimiento, no tanto porque la carrera haya sido definitiva, sino porque, dentro de mi naciente pasión, me puso frente a unos cuantos profesores, lecturas, preguntas y compañeros para potenciar mi inspiración, para ponerme a pensar, confirmarme la dirección y llevarme a seguir leyendo, investigando, preguntando y, principalmente, descubriéndome y soñando. No tenían que ser todos, con unos cuantos me bastó para aferrarme a lo que quería que fuera mi centro. Ya el camino, bien difícil, me lo he ido construyendo yo, de forma única, como la mayoría. Porque lo que importa no son las carreras sino las personas, que brillan cuando les encienden la llama.

Criticaba hace poco el filósofo italiano Nuccio Ordine los rankings de las universidades, llamando a la protección de la visión europea de la educación, “basada en universidades públicas que permiten a millones de ciudadanos, independientemente de sus ingresos, dar el salto social y cultural que hace que una sociedad sea más justa e igualitaria”, en contraste con la anglosajona, excluyente. Decía también que “Hoy se nos pide que convirtamos nuestras universidades en fábricas de emprendedores y de soldaditos al servicio del egoísmo y del éxito. Nos piden que eliminemos las disciplinas humanísticas no competitivas, destrozando la necesaria unidad de todos los saberes”, y yo recordaba a un personaje que, probablemente espantado por el triunfo de Gustavo Petro en la presidencia de Colombia, escribió en Twitter esto que me da vergüenza transcribir: «La escuela de Humanidades le ha hecho gran daño a Eafit y a la sociedad. Los ‘rellenos’ solo han servido para llenar la cabeza de generaciones de egresados de sentimientos anticapitalistas y antiliberales. Inaceptable en una institución fundada por empresarios capitalistas.» El señor se define en su perfil como taurino; la humanidad no es lo suyo.

No entraré a analizar semejantes palabras. Me tranquiliza saber que el corazón de esa y otras universidades es bien distinto. Pero no sobra nunca recordarnos para qué vivimos, repensar lo que les transmitimos a los jóvenes que dan esos primeros pasos temblorosos en su camino hacia la adultez. No son fáciles las decisiones determinantes que se toman en la juventud sin apenas bases sobre lo que significa ser el único responsable de la propia vida, en la que toca levantarse cada día a combinar la necesidad de producir con las ganas de vivir. Hay que dar pasos con coraje y en soledad para asegurarse de que pesen más las segundas, de manera que haya de dónde sacar fuerzas para la primera, y que la existencia no se convierta en supervivencia.

Y no hay que olvidar que a tantos, especialmente a los más poderosos, no les fascina la idea de enseñarle a la gente a pensar.

He imaginado muchas veces el vacío de haber sucumbido al temor a la incertidumbre y al testimonio bienintencionado —basado en su propia experiencia— de los demás, de haber optado por una existencia impostada, por una eternidad fingiendo. Lo apagados que estarían mis días. Parto de que se tiene una sola vida: cómo no gastársela descubriendo el fuego que se lleva dentro para intentar ser la propia mejor versión, cómo no escoger el sabor de helado favorito si nadie nos garantiza que habrá otra ocasión. Igual que en mi adolescencia, años después mi pasión me llevó a estudiar un máster en relaciones internacionales en Madrid sin pensar en la utilidad del diploma y jamás he aprendido tanto ni llenado de tanta vida mi vida como en ese año que me fui a profundizar lo que me importa. Soy pura humanidad y de ella he aprendido a vivir. Que nadie me la quite ni intente cambiarla por lo que crea que es el éxito. Que nadie lo haga con los jóvenes que pueden iluminar el futuro —ya el presente está urgido de humanidad.

Vuelvo a Nuccio Ordine, que citó en ese mismo texto a Juvenal: “Y para salvar la vida perder la razón de vivir.” Eso jamás.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/catalina-franco-r/

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