El de los tres cerditos era uno de mis cuentos favoritos. Me imaginaba cómo se veían las casas que construían y qué sentían los cerditos cuando llegaba el lobo a soplar para derribarlas. Celebraba que a él, al lobo malo, se le quemara la cola con el agua caliente del caldero y que los tiernos cerditos pudieran estar al fin a salvo en una casa de verdad. Durante una época no me cansaba de escucharlo y me lo aprendí de memoria, con canciones y onomatopeyas incluidas. Luego encontré otras historias y los días de “soplaré y soplaré y tu casa derrumbaré” quedaron atrás.

Hace poco escuché a alguien decir que para construir una casa había que “enterrar mucha plata”. Esta persona se refería a lo que cuesta hacer unos buenos cimientos: a lo que hay que poner bajo tierra, donde no se ve, para que una casa pueda mantenerse en pie. Recordé que es posible calcular la profundidad de los cimientos de un edificio según su altura y, como si me imaginara las casas de los tres cerditos, empecé a preguntarme hasta dónde tuvieron que cavar las personas que hicieron los edificios enormes que llenan las montañas en las que vivo. 

Cuando pienso en el tamaño de las pilas que se entierran y en lo que hay debajo de nosotras y que nunca podremos ver me dan ganas de entrar en una obra de construcción y asomarme al abismo de la “excavación profunda” que anuncian las señales de peligro. Ver de qué color es la tierra que sacan del fondo, qué forma tienen las rocas que estuvieron ahí desde siempre y que son extraídas de su lecho para hacerle espacio a lo nuevo. Me gustaría hacerlo porque creo que así podría pensar en el edificio completo: no solo en lo que se hace para que se vea bello, sino en lo que se hace para que sea sólido.  

Las palabras no se eligen al azar. De manera consciente, o no, escogemos para hablar del mundo aquellas que hablan mejor de nosotras. Cuando alguien piensa que para hacer una casa hay que “enterrar mucha plata” piensa en una tumba, no en un ancla ni en un bastón. No sé qué tan común sea esta expresión y tampoco me importa, solo con haberla escuchado una vez tuve para preguntarme por el valor que le damos a lo que nos sostiene. Algo parecido me pasa cuando escucho hablar del “modelo de ciudad”, del “medio milagro” de Medellín, fórmulas que siento cada vez más vacías y superficiales. Desde hace unos años hemos visto que el edificio que construimos para que nos vieran desde lejos no cumple con la regla de correspondencia entre altura y profundidad. 

Como el de los cerditos, ya nos sabemos de memoria el cuento de la ciudad que “resurgió de las cenizas” (y de otros lugares comunes). Ahora necesitamos contar otra historia, una que hable de la plata que “no se ve”, de qué tan profundo tenemos que cavar para construir unos cimientos que cumplan su función: soportar el peso y repartir las cargas.

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