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Cuando empecé a escribir (me refiero al ejercicio de hacerlo con disciplina y constancia, como ha sido para mí esta columna) me di cuenta de que la única forma de hacerlo sería empezando por mi infancia. No por rigor de cronista ni de historiadora, sino porque mi vida, lo que soy, nace ahí. Esas primeras veces de todo son y serán el material que le da sentido a lo que cuento.

Al recordar y escribir sobre mi infancia, es decir, mi yo niña, sé que no puedo mentir. Es como si las palabras sólo me salieran si fueran ciertas. Como si mi cerebro no enviara la orden a mis manos cuando sabe que estoy a punto de mentir o de inventar. La escritura es mi herramienta para revivirlo todo, para inmortalizar mi propia ficción; es una catarsis excepcional para hacer las paces con lo doloroso, pero también un aventura extraordinaria para acordarme de instantes mágicos que acompañaron también esa especie de obra de teatro que es la niñez. O, en palabras de Tezer Özlü, una autora turca que recién descubrí: “La vida (en la infancia) es algo que nos plantan delante como un cuerpo extraño que, por ahora, hay que aceptar y entender. Sólo más tarde podremos vivirla y descubrir su verdad… Nadie habla de que la estación, los días y las noches que estamos viviendo son la vida misma”.

Uno de los recuerdos más bonitos que tengo de mi infancia es de mi abuela Olga apuntando en una libreta una receta de una bebida con avena que me pidió que le enseñara. A mí me la había preparado Cándida, una de las empleadas de su casa. Mi abuela, después de probarla, me pidió que por favor le explicara cómo se hacía. Aún no sé si fue un gesto tierno de ella conmigo para tener algún tipo de conversación o acercamiento, o si genuinamente le interesaba saber la preparación de una colada fría de avena que, durante años, fue mi bebida favorita. No olvido la paciencia con la que le dicté las instrucciones —una taza de leche, dos cucharadas de avena, una cucharada de azúcar, un poquito de canela, mezclar y licuar— ni la actitud seria con la que ella se dispuso a escribir cada cosa como una niña en una lección de escritura.

Debía ser el año 1995 o comienzos del 96, pues mi abuela falleció ese año, el 16 de diciembre, y yo la vi agonizar. Hay todo un universo inexplorado en esas situaciones que recordamos de manera tan precisa y vívida que componen lo que somos. Lo que hemos sentido. Aquello en lo que nos convertiremos después. También en esa dualidad tan amplia que somos los humanos. Esa que la literatura y el arte intentan mostrar, con todos sus matices. Pasamos de la felicidad a la tristeza en un instante, en un cambio de fecha, en el amanecer de un nuevo día. Podemos sentir ternura y angustia al mismo tiempo, sentirnos amados y abandonados en igual medida, disfrutar de la vida, gozar con las simples cosas que luego se vuelven recuerdos a los que hay que volver para darles un sentido, y sufrir con la muerte de un ser querido, alguien que existía y en un parpadeo dejó de existir. Todo eso es vivir, y empieza a ocurrir desde el minuto en que nacemos. Y nadie nos lo explica.

No tengo demasiados recuerdos de mi abuela Olga. Murió cuando yo estaba muy pequeña, pero es impresionante cómo ese corto y fugaz instante en el que nos sentamos a escribir una receta básica me unió a ella como un nudo gordiano. Durante toda mi vida, ese momento tan básico y natural entre una abuela y una nieta ha sido un salvavidas, un tanque de oxígeno al cual aferrarme para tomar aire y recordarme que no toda la infancia fue tortuosa. Hubo también alegría en esos gestos inesperados de esos adultos a los que tanto anhelaba comprender y no podía, y aunque en esa época todavía no lo sabía, esos gestos de bondad y amabilidad de los mayores me darían luego una perspectiva conciliadora de lo que significa crecer, cambiar, vivir.

Cuando pienso en mi abuela Olga pienso también en esa niña inocente que fui y en lo traumático que es perder esa inocencia natural con la que llegamos al mundo. Sin embargo, al mirar hacia adentro y hacia atrás, puedo oír la voz de mi abuela en su tono agudo y claro, como una melodía. Ese pedazo diminuto de mi vida tiene de fondo la sinfonía de un piano tocado con precisión y fluidez, llenándome los oídos de una música ligera y dulce. Y la escucho en mi mente cada vez que cierro los ojos para volver a ser niña al mismo tiempo con mi abuela, pues hoy lo veo claro: a ella le quedaba poco tiempo. Estaba volviendo a ser niña y, juntas, en medio del frenesí que es la vida, del rumor angustiante de todo lo que pesa tras ochenta y un años de existencia, buscó aferrarse a esa misma inocencia que yo aún conservaba, y sin saberlo, me daría un amuleto para siempre, un chispazo de lo que sería más adelante la vida: una búsqueda incesante de la felicidad contenida en una libreta, en la escritura.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/

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