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El tiempo no había sido piadoso con su mundo. Ángel salía en una mañana blanca y mojada para el colegio. Se había acostumbrado a olvidar los ruidos matutinos de un pueblo que parecía haber perdido su camino. El ferrocarril había parado de operar hace cinco años y Dagua, poco a poco, iba decayendo a un estado arcaico y rabioso. Fue un final estrepitoso, ya que no solo se volvía cada vez menos rentable operarlo, pero funcionarios desaparecían constantemente en sus andares. Viajeros con experiencia parecían ser tragados por el bosque sin nunca más volver a ser vistos. Fue entonces una noche en que el cuartel entero de la locomotora despareció en su estancia en el pueblo que decidieron cerrar la línea maldita. En el pueblo, los habitantes, una vez despertados con el soplido de la locomotora imponente y abrazados por los extranjeros aventureros con sus cuentos de mundos espectrales y las montañas de inventos del futuro que apenas se colaban en ese presente de antaño, ahora sufrían con la banalidad de un mundo que nunca se despojaba de la humedad. Ángel, entre los charcos del aguacero de la noche, saltó entre sus recuerdos de cuando Dagua era conocido como La Puerta Del Pacifico, y los Dagüeños no solo representaban los carbones del tren, pero también los marrones del río que había nombrado el caserío que ahora reposaba sobre el monte más tranquilo del mundo. No quedaba nada. Cada año, a falta del comercio una vez ineludible, más habitantes escapaban a ciudades aledañas que prometían mejores futuros. Ya el pueblo parecía representar el olvido.
Pero esa mañana Ángel, entre más se acercaba al flanco este del pueblo, más se confiaba que algo iba a pasar hoy. La cotidianidad, en su camuflaje perfecto, parecía haber sido movida en silencio en la noche pasada. Pero no podía ubicar qué podría ser. Él estaba a un día de cumplir sus 16 años. Nunca había sido un estudiante estelar, pero siempre había sentido que el amor era lo que guiaba la existencia. Llegó a su colegio y al entrar al zaguán se encontró con Miranda, su profesora de pieles negras y hermosas que había llegado a Dagua desde Cartagena de Indias hace ya 20 años persiguiendo por amores a un viajero que la olvidó en el pueblo. Su esperanza de reencontrarlo la dejó estancada en el pasado. En su infancia fue adiestrada por una familia de costeños ricos que servía su madre y a quien adoró como si compartieran sangre. Había aprendido a moverse entre las letras y recitar versos como una universitaria a pesar de que nunca obtuvo un título distinto al que le daban sus amores por ser una romántica empedernida. Era tosca y dura con todos los que la conocían, sobre todo sus amantes, pero con sus estudiantes parecía convertirse una fuente infinita de amor y comprensión. A pesar de eso, tuvo siempre la estricta regla de que al cumplir 16 años estaba prohibido que se volvieran a ver para evitar enfrentar el paso del tiempo y la aridez de la adultez en sus criaturas perfectas. Había visto el mar del pacifico una sola vez en una excursión escolar que patrocinó la compañía ferroviaria y la dejó tan marcada por sus olas grises, sus monstruos marinos y su indiferencia frente a los terrestres, que juró jamás volver a sumergirse bajo el agua.
Saludó a Ángel con su acento cantado del norte del país “¿Ajá, mi amor, y esas cejas por qué forman un valle?”. Ángel apenas había regresado a la realidad de su presentimiento profundo de que algo iba a pasar hoy. Él creía que las mentiras no eran aceptables, ni siquiera de modo piadoso. Entonces le confesó, sabiendo que además compartía su último día con ella, “Miss Miri, hoy se va a acabar el pueblo”. Miranda, en su modo fresco y amoroso por su profesión no dudó su respuesta, “Mi Ángelito, este pueblo se acabó hace muchos años”.
Ya entraban las 8 de la mañana y la cobija de niebla que nació con la mañana empezaba a abandonar el pueblo por las laderas de los valles y empezó a caer el calor despiadado de la humedad. En el salón de clases, los 40 estudiantes de todos los tamaños sudaban su existencia mientras Miranda repasaba la geografía nacional en un mapa tan viejo que ignoraba la segregación del Magdalena y el Bolívar en distintos departamentos. Ángel había estado absorto en su presentimiento al punto que sintió que iba a vomitar. Pidió excusas y salió corriendo al corredor de amarillos pelados que se invadía de luz desde las amplias puertas que daban al zaguán. Miranda no se inmutó y dejó que Ángel saliera tranquilo. Decidió, casi sin meditación alguna, investigar su presentimiento desde las antiguas vías férreas. Caminó bajo el calor de la mañana extinguida hasta llegar a los pasos de metal y madera que habían representado la realidad del pueblo. Meditabundo y perdido, se encontró a un viejo arrodillado a la orilla de las vías rezando en el borde el bosque. Decidió acercarse y tocarle el hombro.
El viejo se volteó alarmado y vio los ojos de Ángel como un espanto del pasado. Se compuso en una postura que le daba más altura de la que tenía y evitando sus ojos, le preguntó a Ángel, “¿Por qué volviste por mí?”. En una confusión absoluta le preguntó que quién había vuelto por él. “Tú, la negra que me hechizo hace 15 años y me condenó a correr estas vías en lo que las anduviera”. Asustado, Ángel corrió hacia el otro lado y decidió volver al colegio. Al llegar, soltando bocanadas de aire por la carrera impulsada por el terror, llegó a un salón desierto donde solo se sentaba Miranda mirando hacia la ventana alta que le daba aire y luz al aula. “Hay amores que se condenan hasta el final. Pero por cada alma que uno cobre, tiene que también entregar otra, perdón que te enteres así”. Ángel cayó en el piso, golpeado por una fuerza en el pecho y sus ojos fueron inundados por un negro espeso que no se podía agarrar. 20 segundos después, de manera súbita, se recuperó en absoluta normalidad, le dio un abrazo a su profesora de toda la vida y salió por el mismo zaguán, con una certeza abrazadora de que jamás volvería a pisar esa calle. No solo eso, cargaba de manera secreta un centenar de recuerdos tortuosos de hombres aprovechados y lujuries que trataron de hacerse con la negra hermosa, y nunca volvieron a ver el sol. En vez, de ellos solo quedaba un recuerdo nubloso de un recorrido por el ferrocarril fantasma. Fue su última lección.