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En su libro “El país de las emociones tristes”, Mauricio García Villegas trae una reflexión de Adam Smith a la que vuelvo con frecuencia, por lo irracional e íntimamente ligada con la relatividad de la tragedia para nosotros, los seres humanos:

“Nuestros juicios morales dependen mucho de nuestros sentidos. Cuando no vemos a las víctimas, ni tenemos signos de sus sufrimientos, adoptamos una actitud de indiferencia e insensibilidad. Si hubiese un gran terremoto en China, dice Adam Smith, y cientos de miles de personas murieran, yo lo lamentaría, claro, pero si el día de mañana perdiera el dedo meñique me parecería una gran tragedia. Los dramas de la existencia que padecen los demás nos conmueven menos cuando no vemos a las víctimas, cuando están lejos de nosotros y nunca las hemos visto. Su sufrimiento es simplemente un dato.”

¿Cómo es posible que sea más trágico para nosotros perder una mano o un pie, que saber que miles de personas perdieron la vida? Resulta demoledor pensar que esto es tan paradójico como cierto.

Traigo esta reflexión pensando en el terremoto que sufrieron Turquía y Siria hace pocos días, y que ha dejado un saldo que ha superado los 45.000 muertos, una cifra dolorosa que se engrosa con cada día que pasa, con cada pila de escombros que se levanta, familias enteras que perdieron la vida, o familias que nunca más volverán a estar completas porque perdieron a uno de los suyos, o porque uno los perdió a todos bajo las ruinas.

Una y otra vez se me ha arrugado el corazón viendo las imágenes dolorosas de la tragedia. Dolor por Turquía y por Siria. Impotencia por no poder hacer mucho más que donar a campañas de ayuda humanitaria en internet y escribir estas líneas de solidaridad.

Las redes sociales acercaron el dolor, pero también los milagros de esta tragedia: veo los videos de los rescates agónicos, de los bebés y los niños que salen con vida de las ruinas luego de días bajo ellas entre aplausos y gritos de júbilo de sus rescatistas; de las enfermeras de la sala de incubadoras que, en lugar de salir del hospital cuando empezó el terremoto, corrieron con una valentía heroica a salvar a los bebés y a no dejarlos solos; de los equipos de rescate que viajaron desde todos los lugares del mundo y que junto a sus perros buscan milagros entre los escombros en jornadas inacabables; veo a los caballos, los gatos, los perros y demás animales que sobrevivieron semanas sepultados y abrazan la vida cuando son sacados de la penumbra por los rescatistas.

En medio de tanto dolor, la vida se aparece a chispazos como luz entre la penumbra: Silbidos, llantos y gritos que llaman a los rescatistas, y que lejos de significar calamidad, significan esperanza.

La vida hoy se aferra a los gritos en Turquía y Siria. Que no se apaguen las voces, que las frías cifras se detengan, y que la vida, en medio de las ruinas, derrote a la muerte. Mi solidaridad, mi dolor y mi corazón con las víctimas de esta tragedia.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/esteban-jaramillo/

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