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Las palabras nunca son ajenas al contexto y a las fuerzas sociales, culturales y políticas predominantes de la época. La misma unión de letras y sílabas puede significar dos, tres o más cosas según los tiempos. “Villano” en la edad media era aquel que vivía en la zona rural (en las villas). “Revolución” nació en el contexto de la astronomía y se refería al movimiento de los cuerpos celestes. “Salario” viene del latín salarium y se limitaba al pago en sal que recibían los soldados romanos. En inglés “awful” (literalmente lleno de asombro) significaba algo que inspiraba admiración y hoy quiere decir terrible. “Nice”, que viene del latín nescius, significaba necio o ignorante y hoy se usa para referirse a algo bonito o agradable. El idioma está fascinantemente vivo y se moldea según cambia nuestra sociedad, surgen nuevos acontecimientos y nuevas invenciones producto de nuestra imaginación.
Hay una palabra que me gusta mucho desde mis tiempos de profesor de ciencias políticas y que en los últimos años ha adquirido nuevos bríos y alcances. Me refiero a “transición”. Según la benemérita RAE “transición” es “acción y efecto de pasar de un modo de ser o estar a otro distinto”. Esta definición es bella y muy interesante porque implica movimiento y, a la vez, resultado. Podría uno decir que los seres humanos vivimos en un estado constante de transición. Cambiando y siendo cambio.
En el campo de las ciencias políticas la transición normalmente se relaciona con los diferentes procesos que llevaron a los países de regímenes autoritarios a sistemas democráticos en los años 70 y 80. Algunos, como los de América Latina y el de España y su constitución de 1978, han sido ampliamente documentados y comentados. Las transiciones significaron cambios profundos en las instituciones, los actores y la cultura política en medio de grandes tensiones entre un mundo que se negaba a morir del todo y uno que entraba lleno de fuerzas y energía, pero consciente de que el camino era sinuoso y nada estaba asegurado. Transición significaba tensión, transformación y apertura democrática. Transición significaba también concertación, renuncias, límites y coexistencia. En la literatura y la bibliografía sobre la transición democrática queda claro que el paso de la dictadura a la democracia no es tan rápido y profundo como quisieran algunos, pero a la vez es mucho más estructural, real y sostenible de lo que aspirarían los defensores del “viejo régimen”. En mi caso, me gusta el término y el tema precisamente porque se conecta con un movimiento dictadura a democracia y porque denota un proceso de convergencia y acuerdos fundamentales.
Paradójicamente, la nueva vida de la transición ha llegado con la crisis climática y nos pone en el campo de la transformación de nuestra matriz energética. La transición energética es la herramienta principal para pasar de un sistema fundamentado en combustibles fósiles a uno en el que la energía sea producida por fuentes renovables con baja o sin emisiones de carbono. Se habla de transición energética porque el cambio de fuentes significa romper con la dependencia de fuentes fósiles y con una cultura de producción y consumo que lleva cientos de años. No obstante haber reconocido que la dependencia de combustibles fósiles es el final de nuestra civilización y de haber empezado el proceso de sustitución hace décadas, hoy todavía el 80% de nuestra energía proviene de estas fuentes “sucias”. Las energías alternativas están creciendo a un paso acelerado y cada vez con menos costos y mayores eficiencias, pero no es posible simplemente cerrar la llave porque las economías dependen de la energía y sin sustitución no hay sostenibilidad sino descalabro. A pesar de la urgencia y de la claridad que hay en los diferentes sectores (con excepciones poderosas) sobre los pasos a seguir, no se habla de revolución energética. Se habla de transición porque no hay atajo, plumazo o milagro que nos asegure el paso de la economía fósil a una renovable y más limpia. Planear, invertir, ejecutar, ajustar y hacer seguimiento.
La transición no le gusta a todo el mundo. Por una parte, requiere un conocimiento profundo del status quo que se quiere transformar. Por otra, exige tener un plan con tiempos, recursos, identificación de riesgos, indicadores y seguimiento. Es mucho trabajo y toma tiempo. Por último, las transiciones se hacen en colectivo y con personas y grupos diversos. Aunque no es técnicamente su antónimo, creo que lo contrario a la transición en la vida político-institucional es la revolución. Explosiva, contundente, unilateral, popular. En las revoluciones no se debate ni se discute, se toma, se cambia, se destruye, se crea. Hay un tufillo religioso y creacionista alrededor de las revoluciones como si antes hubiera oscuridad y la revolución hubiera traído la luz.
En algunos frentes el Presidente Petro y sus colaboradores siguen siendo revolucionarios. Las transiciones les parecen tibias, engorrosas, lentas y difíciles de mercadear. Por eso en lugar de liderar una mejora al sistema de salud o a la educación superior han intentado cambios vía desfinanciación e intervención, afectando gravemente los derechos de la ciudadanía más vulnerable. Su “transición energética” se parece más a un impulso contra la producción de hidrocarburos sin sustitución y poniendo en peligro el futuro de la empresa pública más grande del país. El discurso es heroico, pero los resultados han sido desastrosos.
El lenguaje, ya lo vimos, está vivo, cambia y ante la cruzada del gobierno por equiparar cambio a revolución, estoy convencido de que hay que insistir en la transición.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/santiago-londono/