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En Cataluña existe una tradición que desde hace unos años es patrimonio de la humanidad: los castells. Se trata de torres humanas que pueden alcanzar los quince metros de altura. Los castells se construyen por niveles para que el peso de quiénes trepan hasta lo más alto de la estructura se distribuya entre muchas personas. Hay diferentes roles. En la base, que se llama “piña”, están las personas más fuertes y resistentes. De acuerdo con la posición en los otros niveles se privilegia la estatura o el peso: lo importante es que como conjunto la estructura funcione. Quien llega a la cima del castell lo hace sostenido por los cientos de brazos y piernas que lo componen.
Ya es usual que luego de que un hombre comete una atrocidad, como drogar a su esposa para que otros hombres la violen o quemarla viva en frente de sus hijos, empiecen a circular los mensajes de “not all men” —no todos los hombres—, y se reactive la discusión sobre la posibilidad de su participación en el movimiento feminista. Entonces recuerdo los castells. No todos los hombres ejercen violencia contra las mujeres y no todos lo hacen en sus formas más extremas —violación y feminicidio—, pero mientras se mantengan fieles a los mandatos de la cultura patriarcal todos hacen parte del castell que sostiene al violador y al asesino. El grado de apoyo que presten puede variar e ir desde la apología explícita de la misoginia, Twitter es un buen termómetro para ver qué tan fuerte es el tronco del castell, hasta la aquiescencia — o el silencio cómplice— que, a pesar de parecer inofensivo es vital para que los agresores no tambaleen.
En la vida de las mujeres es inevitable que llegue el día en que se nos revela nuestra condición sexual: el momento en que entendemos que, aunque compartimos tiempo y espacio con los varones, nosotras vivimos en mundo diferente al de ellos. Esa revelación despierta en nosotras la consciencia del género y a algunas nos impulsa a querer eliminarlo. La frase que se repite, “si tocan a una nos tocan a todas” es producto de una experiencia política común. “Not all men” es, como lo dijo Eva López en este trino “priorizar la palmadita en la espalda al hombre que ‘no violenta’ antes que aceptar que la violencia misógina es perpetuada sistemáticamente por los varones como grupo social específico”. Otra manifestación del individualismo propio de nuestro tiempo.
Es hora de que los varones reconozcan que, aunque no hayan violado ni matado a ninguna mujer, sí se han beneficiado del sistema que permite que otros hombres cometan estos actos. Adquirir conciencia de género les permitiría actuar colectivamente, como lo hemos hecho nosotras, para cambiar el sistema. Lo que pasa es que, al ocupar la posición privilegiada, el cambio implicaría renuncias que tal vez no están dispuestos a asumir porque el patriarcado es un sistema que les sirve y es el orden social en el que han acumulado su poder. Sobre esto también deberían asincerarse.
Si los hombres reconocieran que su privilegio de género se sostiene sobre la misma idea que “justifica” las acciones de los violadores y feminicidas —que las mujeres somos inferiores a ellos y podemos ser sometidas— la sociedad daría un paso importante hacia la construcción de formas más justas de convivencia entre los sexos. Ese es el castillo soñado.
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