El primer libro que leí en el 2022 lleva el mismo título de esta columna y su autor es el español Íñigo Redondo. Me lo regaló Óscar, un gran amigo y librero, con quien he construido una amistad con base en el amor por los libros. Solo hemos compartido momentos en la librería en la que trabaja, cuando paso por allí para conversar sobre nuestras lecturas. Pero de él sé muy poco: estuvo en el ejército, tiene dos hijos y un nieto, vive en San Javier y anda en moto, su cumpleaños es el 13 de marzo y su mamá vive en un pueblo de Antioquia cuyo nombre no recuerdo. Conversamos mucho, casi siempre de autores que nos gustan o que nos parecen inflados por las editoriales, de libros imprescindibles, del universo literario y de tantos clichés que lo rodean. Ambos somos críticos de esos escenarios a los que siempre invitan a los mismos tres autores a hablar de sus libros que ya todos hemos leído, en fin, esta amistad entre Óscar y yo existe porque existen los libros y eso me parece fantástico. Y muy necesario. 

El de Redondo es un relato profundo sobre lo que somos y cómo las relaciones con los demás nos construyen y nos habitan más allá de lo físico. Sobre esas ideas que vamos moldeando y ajustando a cada situación de la vida, aun cuando creíamos que nunca haríamos tal cosa o pensaríamos de tal manera. Sé que suena confuso, pero no quiero hacerle spoiler del libro a nadie, porque si doy una sola pista de la trama, revelaría su fuerza vital, el nudo como les gusta decirle a los literatos. Todo esto existe es una historia que, en principio, parece muy simple, pero es precisamente eso lo que la hace tan valiosa, tan dolorosa. Como lo dice el título, es un libro que envuelve todo, lo que existe, lo que se cuenta y lo que no. Es un descenso al horror, por momentos esperanzador, pero finalmente es una derrota: de la vida, del sufrimiento, de la pérdida, de la amistad, del amor. De la existencia humana y de nuestro fugaz paso por la tierra, el cual ella misma se encargará de borrar en milenios, que para ella es tan solo un segundo de tiempo. 

Cuando terminé de leerlo pensé en Óscar y en qué lo motivó a regalarme este libro, y mi conclusión es que él se quedó con una sensación parecida a la mía cuando lo leyó. La de la derrota, la del dolor, la de la cuestión ¿Y ahora qué hago? ¿cómo proceso todo esto que acabo de leer? También pensé en Redondo, y en cómo los libros —y todo lo que escribimos y narramos— es una forma de aligerar la carga y de dársela a otros para que nos ayuden a llevarla, para compartir una parte de todo eso que está ahí a merced del paso del tiempo, sin un lugar aparente en la historia de la humanidad, pero tan trascendental para cada persona. Lo que a cada uno nos ocurre es un mundo entero, nuestros lazos con los otros son un suceso histórico si lo contamos con la lupa de un detective y la precisión de un escultor, si lo pensamos como algo único que no tiene cómo repetirse. Ninguna persona ha vivido lo que otra, aunque la situación sea la misma, porque la manera como abordamos y actuamos se convierte en un relato auténtico y propio según nuestra mirada y actuar. 

Tenemos la manía —o la necesidad—  de conmemorar fechas, de recordar que hemos vivido, que aquí estamos, pero siempre a grandes rasgos, casi que de una manera estandarizada y poco concreta. Y son las historias particulares en las que habita el desastre, los tormentos, las angustias, las inquietudes más extrañas y oscuras. Todo lo que acontece dentro y fuera de un apartamento, en una escuela, en una oficina, en las calles, en un bus o en un estadio; lo que conversan dos enfermeras en un hospital entre un paciente y otro, lo que disputan en un consejo de estado los ministros, también de lo que hablan un librero y una lectora en una librería de un centro comercial, la última palabra que se dice una pareja de esposos antes de dormir, las risas de alguien que observa una pantalla mientras escribe un mensaje de texto, lo que comentan dos guardias en el cambio de turno, el momento en el que un médico le dice a un paciente que le quedan pocos meses de vida o cuando da la noticia a su familia de que su ser querido acaba de morir, lo que le dice una madre a su hijo al otro lado del teléfono antes de montarse a un avión, los pensamientos de una embarazada, el correo del editor al autor sobre ese último capítulo, el científico que descubre una nueva variante de un virus y el que consigue la vacuna, la última imagen que se lleva el que muere, el sonido postrero, el perro que se queda mirando la puerta cuando su amo la cierra y sale a trabajar. Todo esto existe. Y nada deja de existir porque no se cuente, aquello que no conocemos también es real. 

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