“Uno busca a alguien que le ayude a dar a luz sus pensamientos, otro, a alguien a quien poder ayudar: así es como surge una buena conversación.”

Nietzsche

Los pensamientos solitarios y las hojas en blanco tienen mucho en común. No nos devuelven más que un espejismo de nosotros mismos, trastocado por las correcciones de ortografía, de  sintaxis o, en el caso del pensamiento, atravesado por otra idea, otra vez, de uno mismo. 

Por más contradicciones que nos habiten, los monólogos internos, los dilemas éticos personales, incluso si se nos escapa una que otra palabra en voz alta, son un poco más de nosotros repitiéndose, buscando nuevas maneras de pensarse o decirse lo mismo. 

Entregar nuestras palabras e ideas a merced del rebote con otros, engrandece la conversación. Una idea nunca saldrá intacta después de haberse paseado por otros cuerpos, otras mentes, otras emociones y perspectivas de la vida. 

Entregarse a una tertulia es morir y nacer un poco. Estar dispuesto a asistir a como otros manosean la ideas propias, las destruyen, las hacen trizas, las envuelven en otras, las sumergen en lugares para las cuales no habían sido pensadas, las amasan, las desechan, las retoman,  las engrandecen, las contradicen, las rechazan, las olvidan, las hacen suyas. 

En una tertulia se deja un poco de uno y uno se lleva un poco de todos. Se construye conversando, no solo por lo obvio de integrar visiones ajenas y diversas, sino porque nos escuchamos a nosotros mismos exponiendo pensamientos en frente de otros. Nos vemos revelando la intimidad de la mente en sonidos que se hacen palabras públicas. Lo que se ha dicho, deja de ser de uno un poco.  

Dejar nacer un susurro mental en presencia de alguien más nos obliga a precisarnos, a entonar la fuerza o la serenidad con la que las ideas habitan nuestra alma y mente. Nos somete a las pausas, las repeticiones para explicar, las interrupciones para pedir más vino o dejar que se cuele la idea de alguien más; nos devuelven risas, lágrimas, silencios, iras, en fin, se convierten también en emociones.

Ninguna buena idea fue de alguien solo. Las ideas grandes, los movimientos que revolucionaron las civilizaciones fueron conversaciones largas en bares, cafés, esquinas y playas. Con vino, cerveza, tabaco, frutas y quesos.

Una conversación donde se gestan las ideas que revolucionan no reclama espacios grandes ni chicos, no exige fuego o brisa, no requiere de hermosos paisajes ni de finas ropas. No solicita grandes sabios, ni brillantes poetas, tampoco requiere la noche o el día, no pide palabras elegantes ni rebuscadas.

Pero sí exige, tiene demandas -pide tiempo- en la prisa no nace una buena idea. Exige presencia de quien la asiste, presencia para saborear cómo se mueve amorfa una idea de boca en boca, de risa en risa.  

Para tertuliar, solo por la dicha de hacerlo, no hay agenda, ni hay éxito en ella si algo llegase o no a manifestarse concretamente en acciones. Las tertulias necesitan espacio y tiempo, pero están por fuera de ellos. 

Cada vez tenemos menos tiempo y más ganas de cambiar el mundo, tenemos más prisa por la transformación y menos atención en los espacios donde sucede. Nos roba el tiempo la conversación interna mientras miramos fotos o leemos trinos. No es conversar responder correos, ni chats. No es estar presentes mientras nos distraemos en aprendizajes solitarios. 

Yo me quiero invitar a tertuliar más, con amigos y desconocidos, para escuchar y escucharlos. Para ver nacer, crecer y morir mis ideas y las de otros. Para saborear el tiempo en cualquier espacio en la compañía de las ideas íntimas de las mentes de esos compañeros de conversación. 

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