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Los recientes nombramientos del gobierno nacional han revivido una discusión vieja ¿los cargos públicos deben estar ocupados por técnicos o por políticos (o activistas, diríamos ahora)? ¿debería ser condición (más de algunas formales que ya existen) la experticia sobre un tema para liderar una cartera? ¿hasta qué punto el cumplimiento de compromisos políticos o el mantenimiento de la “línea del gobernante” nos ha condenado a tener malos funcionarios en puestos de libre nombramiento y remoción?
Y digo que la discusión es vieja porque esa tensión entre técnica y política reaparece por temporadas en algunas peleas entre la izquierda que ve a los tecnócratas como desalmados instrumentos de protección del stato quo y la derecha que intenta reducir cualquier falta de experiencia en el estado o trayectoria de activismo político como una caricatura de irresponsabilidad y populismo.
Me disculpo por la tibieza de siempre, pero es probable que ambos tengan la razón y ambos estén equivocados. El dilema puede que no lo sea tanto. La técnica es necesaria porque permite tomar decisiones informadas a la hora de definir lo que serán las soluciones que intentan abordar problemas muy complejos. La política y el activismo son importantes porque dan legitimidad a la decisión y la conectan con la necesidad expresada por las personas que esperan esa solución. La técnica sin política puede ser impertinente; la política sin técnica puede ser inefectiva.
Ahora, el problema con estas identidades que reducen la complejidad de la trayectoria de una persona y de la necesidad de complementariedad en el recorrido de alguien que va a ocupar un cargo público es que eliminan la posibilidad de los matices. Dicho esto, los matices no deberían evitar preguntarnos si alguien es “la mejor persona” para ocupar un cargo y si representa la complejidad de conocimiento técnico y agenda política que lo puede convertir en un buen funcionario público. Es decir, supone reconocer que sí puede ser inconveniente que alguien que desprecie la técnica tome decisiones importantes y que alguien que subestime la política ocupe un cargo público.
Si de todo esto puede salir -aunque rara vez lo hace- un poquito de moderación, el punto medio vive en los funcionarios que reconozcan que el conocimiento sobre la complejidad de los problemas públicos abordados es fundamental y que sus decisiones deben estar tan informadas como sea pertinente por la efectividad y eficiencia del uso de los limitados recursos del Estado. Pero también, que reconozcan que cualquier decisión que tomen es esencialmente política y deben preocuparse por su legitimidad y la manera cómo representa el rol de servidor público sobre lo intereses colectivos.
De nuevo, moderación. Al menos un poquito.
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