En la biblioteca del colegio no dejaban que las de primaria prestáramos los libros de terror de R.L Stine. Zoraida, la bibliotecaria, hizo una excepción conmigo y logré llevarme a casa unos cuantos. No los leía completos, me gustaba más ver la serie que pasaban por televisión. Los ojos monstruosos del golden retriever y los efectos especiales me fascinaban. Mi episodio favorito era el de la máscara: una niña encontraba una máscara de monstruo verde en una tienda de disfraces, se la ponía y luego descubría que se había adherido a su piel, que no podía quitársela.
La persona (y la personalidad), son ficciones. Esto es cierto en la vida y en el derecho. Como ficciones pueden modelarse o desbordarse, salirse de las márgenes rojas como las que encerraban los renglones cuando aprendimos a escribir, o quedarse para siempre atrapadas en ellas. Una niña que se convierte en monstruo verde, una mujer que se aprende el parlamento que el mundo escribió para ella y lo repite hasta creer que es su propia voz, un hombre que pretende redimirse de sus apellidos y zafarse del abrazo constrictor del sistema, un Pichón de Diablo.
En su primera novela David Eufrasio Guzmán arranca las capas que cubren la identidad de un hombre que quiere alejarse de la sombra de su árbol genealógico y encontrar una máscara a la medida de su deseo: no ser como su familia. Las páginas del libro están llenas de referencias cercanas para quienes saben cómo suena la máquina de la burocracia y dónde se esconden los reptiles en Medellín. Esta ciudad, bestial y humeante, está siempre presente en la historia, empolla al Pichón y le recuerda cuáles son las reglas que tiene que cumplir si quiere sobrevivir. La novela tuvo para mí dos lecturas: una coyuntural, muy oportuna para estos tiempos, en los que la máquina está más aceitada que nunca y un ejército de Pichones de plumas juveniles se llenan el buche en la Alpujarra. Y otra, que es con la que me quedo, que me hizo recordar la historia de la máscara verde y preguntarme por las puestas en escena, por los personajes que creamos y por los que nos asaltan y nos hacen rehenes de vidas que nunca hubiéramos elegido vivir.
Mauricio, el protagonista, quiere ser actor, pero su deuda con el Icetex lo obliga a ponerse el traje de burócrata, el mismo de la familia que desprecia. Un traje que le queda grande, como ropa de muerto, pero que con los años se va llenando de carne, de plumas y de escamas, hasta hacerse su propia piel. Este proceso, más allá de ser una metamorfosis, es la confirmación de la naturaleza ficcional de las personas. La muestra de que, quienes dicen saber quiénes son y motivan a otras personas a “ser ellas mismas”, ignoran que apenas les es permitido intuir aquello que las habita.
Son escasos los momentos en que es posible acercarse a la esencia. El resto del tiempo solo estamos cambiando de máscara o de escena. De funcionario fresco y juvenil a “doctor” de voz pastosa y tufo anisado; de la intimidad compartida, al encuentro con un extraño. Esta certeza es aterradora y a la vez reconfortante: la vida, que parece ser una sucesión de actos en la que apenas algunas veces nos es dado elegir qué personaje encarnar, no es la vida, es solo su simulacro.