Superar a la política alternativa

Superar a la política alternativa

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En la extensa y espesa jungla de la política nacional habita una familia de especies que, sin mucha explicación y con mucha ambigüedad taxonómica, se ha decidido llamar “los alternativos”. Esta familia que posa de ser moralmente superiores, con ideas vanguardistas, “progres” como dirían ellos mismos, son tan diversos que cuesta agruparlos en una misma filogenia: los hay de izquierda, de centro-izquierda, de centro, de centro-derecha, de ¿derecha?. Divergen en sus colores, posturas, posiciones políticas y electorales y, sobre todo, en sus formas; pero cada vez que hay una discusión para conformar mayorías, se intenta hacer el llamado -casi siempre infructífero- de agrupación para que los “alternativos” sean una sola voz de unidad contra el “establecimiento”. Se espera de ellos que actúen como una fuerza unida a pesar de sus disímiles ideas de concebir la política sólo por la condición que, por definición, se espera superar: ser alternativos al poder.

Ya hemos normalizado que medios de comunicación, analistas, opinadores y políticos confunden ser “alternativo” con ser “progresista” o ser de izquierda. Otros van más allá y proponen llenar el indeterminado espacio semántico de la alternatividad con la más estólida identidad: el anti-uribismo. En otras palabras: todo aquel cuya postura es cercana a la izquierda, es progresista o es anti-uribista podría denominarse alternativo y, por tanto se espera, naturalmente, que haya convergencia entorno a ese propósito.

Otros se nombran a sí mismos alternativos porque consideran que sus formas, sus ideas y sus posturas son moralmente superiores a quienes no lo son. Son alternativos en tanto se diferencien de las renegadas formas de la llamada “política tradicional”. Por eso procuran no pertenecer a grandes partidos políticos, tampoco hacer acuerdos con estos y, mucho menos vestirse con saco, pantalón y corbata.  La camisa blanca, la tecnocracia como valor y los blue jean hacen parte del filtro imprescindible de esta subespecie de la alternatividad política del país.

La llamada “alternatividad” en la política colombiana es tan confusa que fácilmente es hackeable. Basta con montar un movimiento político por firmas, llamarlo Independientes y repartir, debajo de la mesa, el botín público con la clase política más rancia del país mientras se posa de ser la nueva política, la política alternativa.

Pero todas las categorías vacías tienen su trampa en sus entrañas y esta no es la excepción.

Sí ser alternativo implica comulgar con ideas vanguardistas y “progres”, ¿por qué razón no podríamos ponerles esa chapa a congresistas como Juan Fernando Reyes Kuri, Juan Carlos Lozada o el mismísimo Gabriel Santos? O, a pesar de sus ideas ¿su militancia política es razón suficiente para cohibirlos de tal “honor”?

Si es la militancia política es condición para la designación de la alternatividad política, ¿podríamos graduar de alternativos a Roy Barreras, Armando Benedetti y la larga lista de politiqueros que hoy hacen parte del proyecto autodenominado alternativo por excelencia. Los políticos tradicionales, del lado y lado del espectro ideológico, que bañen su estética y perfumen sus ideas podrían también ocupar el dichoso espacio de dignidad y moralidad que se les permite a los autodenominados alternativos.

Ahora bien, ¿qué pasaría en un eventual gobierno de Gustavo Petro y el Pacto Histórico al perder la condición de alternativos al poder y ser ahora, el poder establecido? Bajo esta misma premisa, ¿no le quedaría mejor esa grandilocuente identidad a quienes se opondrían a su poder, por ser, en todo caso, alternativos al nuevo poder?

Esta discusión no tendría sentido si no fuera por el constante linchamiento social y moral, elección tras elección, que hacen los autodenominados “alternativos” a quienes considera similares cuando estos no acuden al llamado de convergencia y unidad. Omiten, conveniente e hipócritamente, que ninguna de estas fuerzas políticas son iguales aunque haya coincidencias en algunos principios, propuestas o ideas. También obvian que esa chapa no tiene fondo ni forma y no debe ser razón suficiente para coincidir en un proyecto político de país.

Para evitar falsos compromisos políticos con una insustancial identidad y para que sean develados los camaleones, lagartos y sapos que se arropan con su halo de pulcritud y virtud, propongo superar la política alternativa de cara a la posibilidad de ver a la izquierda en el poder, sufrir la creciente ola de populismo, ser testigos del derrumbamiento de la derecha institucionalizada y sentir el sacudón que sufre el centro político. Que ningún político pueda llamarse así mismo alternativo y se sienta con la autoridad moral de pedir el respaldo de quienes considera iguales pero que, en la realidad, son bastante diferentes.

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