Escuchar artículo

Nunca olvidaré el momento, tenía yo cinco años, cuando me acerqué a la puerta de la habitación de mis padres, que estaban junto al teléfono, y percibí una quietud extraña: “Se murió el abuelito Julián”, me dijeron, y algo dentro de mí maduró de pronto, al intentar comprender algo muy doloroso lo suficientemente rápido y en calma para no ahondar el dolor de mi mamá. Tampoco olvidaré cuando, un poco mayor, vi cómo la tierra se tragaba a un tío político cariñoso dentro de una caja de madera, mientras entendía, callada y conteniendo las lágrimas para que nadie se arrepintiera de haberme dejado asistir, que la vida no se anda con delicadezas. Entonces empecé a sumar ángeles.

Crecer es ver aumentar esa lista, ir descontando seres queridos en fotos familiares, tener alguien más en quien pensar esforzándose por retener una imagen para que no se borre, recordándolo en sus fechas para que, allá donde esté, no crea que hemos dejado de quererle. A mi abuelito lo sigo viendo sentado en el tapete de la sala enseñándome los colores en inglés. Me dejó, no sé bien por qué, una fijación con el color magenta: puede que a mí me gustara y entonces él lo resaltara, o a lo mejor me empezó a gustar porque le gustaba a él y me transmitió su inclinación.

A él he acudido a lo largo de mi vida en busca de una ayuda invisible, del consuelo de pedirle lo que sea a quien es para mí amor convertido en energía sin necesidad de testigos que lo avalen: en casos extremos, como cuando lo llamé en voz alta en medio de la oscuridad en el fondo de un abismo al que había caído en un carro, y en el día a día, pues ha sido la forma más esperanzadora de algún tipo de existencia distinta en la naturaleza, que es mi dios. Así que le hablo, lo pienso especialmente en su cumpleaños —este año hubiera cumplido cien— sin analizar formas ni posibilidades, aferrada a la única eternidad en la que creo: la del amor y las historias que deja una persona en los corazones que tocó, las letras que escribió y las plantas que cuidó. La que de alguna manera acompaña en la soledad que implica seguir existiendo en la tierra.

Se han sumado, decía, varios ángeles a mi lista, como ese que fue mi primer amor y aquel que fue el compañero de mi abuela durante más de veinte años tras quedarse sin Julián cuando le faltaba media vida por vivir. Y esta semana se fue Marina, la hermana menor de mi abuela, una mujer valiente que enfrentó dolores que no debían convivir en una misma vida, y que aun así disfrutaba cada encuentro, me recibía una copita de vino blanco frío sonriendo, me agradecía cariñosa y con los ojos aguados que le escribiera cartas el día de la madre y me decía que me quería mucho. El diez de mayo hubiera cumplido noventa años. Los cumplirás entre las estrellas, Marina, junto a tu hijo y tu madre, en una paz que solo debe existir cuando desaparecen la incertidumbre y las cosas por hacer. Y yo te los celebraré desde el terreno del desasosiego, contigo como un ángel al que aferrarme cuando se nuble.

La semana pasada escribí sobre el dolor de la entrada de los padres a la vejez y debí alejarme de eso hoy, pero se fue Marina y yo no me despedí, así que adelanto esa carta que le escribía en mayo y la dejo aquí para que se la entregue el viento, para que la abrace donde esté y entonces sepa que la distancia física no impide lo fundamental. Porque es que evoco la alegría que le producía esa carta cada vez, como una confirmación de su vida expandida, y pienso en quienes temen que al irse su existencia caiga en el olvido, y entonces deseo que sepan que seguirán viviendo de muchas maneras, entre letras, lágrimas, historias, en los árboles que acariciaron y el azulejo que se posa en la ventana, y, sobre todo, en forma de esperanza, de salvavidas, en una omnipresencia bellísima que no sería posible habitando un cuerpo, dentro de aquellos que los hemos amado.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/

5/5 - (10 votos)

Compartir

Te podría interesar