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Hace unas semanas —suficientes tal vez para que sea más de un mes—, nos preguntaba Pablo Múnera, otro columnista de No Apto, cuál era el momento más sublime de la Selección Colombia. No el mejor, el más importante, el más recordado. No, nada de eso. Pablo eligió otro adjetivo: el más sublime.

Yo lo tengo claro: el uno a uno con Alemania. Yo era un niño de nueve años cuando ocurrió ese partido. Cursaba quinto de primaria ese 19 de junio de 1990. No olvidé nunca que el estadio se llama Giuseppe Meazza, aunque también le digan San Siro.

Pero lo que más recuerdo es lo que vino después del gol: la euforia infantil, el abrazo con los hermanos, la emoción que se extendió por horas y que revivió en la noche cuando mi papá llegó del trabajo y grabó en el viejo betamax la repetición del gol en todos los noticieros, incluido el de la televisión española que veíamos por un primitivo sistema de cable que a duras penas ofrecía cuatro canales.

Años después, me emocioné de nuevo cuando leí Gol de Rincón, en El fútbol a sol y sombra, de Galeano:

«La pelota llegó al centro de la cancha. Ella iba en busca de una corona de electrizada pelambre: Valderrama recibió la pelota de espaldas, giró, se desprendió de tres alemanes que le sobraban y la pasó a Rincón, y Rincón a Valderrama, Valderrama a Rincón, tuya y mía, mía y tuya, tocando y tocando, hasta que Rincón pegó unas zancadas de jirafa y quedó solo ante Ilgner, el guardameta alemán. Ilgner tapaba el arco. Entonces Rincón no pateó la pelota: la acarició. Y ella se deslizó, suavecita, por entre las piernas del arquero, y fue gol».

Y me volvió a pasar cuando un profesor de radio, en la Universidad, nos hizo escuchar la narración de aquel tanto.

No siento hoy por la Selección Colombia aquella emoción febril de entonces. No puedo decir más que un par de nombres de los que hoy se visten de amarillo y saltan a la cancha. Tampoco es que esté desconectado de ella: aún me deslumbra la genialidad de James cuando metió el dos cero a Uruguay en Brasil 2014 y vi el partido (y apreté) el pasado miércoles hasta que finalmente el árbitro pitó y el final y, entonces, por la ventana del apartamento se coló la bulla de los pitos, la algarabía de la celebración, el rumor de eso que se puede considerar felicidad.

¿Sí es para tanto?, pregunté. Que sí, que claro, me respondieron. El gol de Rincón en Milán fue hace ya treinta y cuatro años. El cinco a cero contra Argentina hace treinta y uno. El sueño del mundial de Brasil, hace diez. No hubo allí ninguna medalla ni trofeo, solo el buen recuerdo de grandes jugadas. Y sin embargo, nos aferramos a esos momentos como tesoros.

Y entonces vuelvo y me pregunto y me respondo que sí, que sí es para tanto, que a este país escaso de alegrías conjuntas, le hacen falta triunfos colectivos (ya que no fue posible ponernos de acuerdo en acabar la guerra y celebrar por ello), lugares de encuentro, momentos pletóricos…

Que a este pueblo escaso de oportunidades para abrazarse sinceramente entre desconocidos, le haría bien sumar alegrías. Y que sería bello que hoy ganara Colombia.

Ojalá que sí.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/mario-duque/

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