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Se acaba un año tremendamente violento que nos recuerda que nada tenemos garantizado. Ni siquiera el aprendizaje de lo humano, la distancia ante el canibalismo más atroz. La jungla está aquí no más, abriendo las puertas que creemos conocer. Esa violencia lo tiñe todo de sangre, pero también dejamos de ver la sangre. Por eso hay que insistir en la palabra, hablar sobre la violencia de las formas más diversas para no olvidarla, para intentar comprenderla a ver si la desbaratamos letra a letra.
Uno de los invisibilizadores de la violencia son las cifras. Los números borran las caras, esconden el llanto y el futuro anulado. Son la forma más fría de nombrar el fin de cada universo, de una historia y unos sueños y un cuerpo que nunca volverán a ser, y que quien amaba jamás volverá a abrazar. Pero hay cifras exorbitantes, números que estallan y que, aunque deben acompañarse de historias particulares (sí, sí hay que seguir viendo y compartiendo las imágenes de los niños temblando en Gaza), exigen ser escritos, pronunciados en voz alta.
Van alrededor de 15.000 muertos en Gaza, la mayoría mujeres y niños (un niño cada diez minutos), más de 25.000 heridos, más de 2.200 desaparecidos, 1.5 millones de desplazados, 57 periodistas muertos. Todos en menos de dos meses —superando las atrocidades de distintos conflictos que duraron años— y de la manera más sangrienta: han desaparecido familias enteras y los sobrevivientes han visto desgarrados los cuerpos de sus seres amados. Gaza está destruida: sus hospitales, edificios, colegios, su espíritu, su futuro. Estas cifras rompen cualquier hielo, cualquier ceguera. No hay matices para sentir el dolor de Gaza, para la certeza de esa equivocación profunda. Quien no lo sienta se ha quedado congelado, ciego.
Hablando sobre la temible ultraderecha que viene escalando en distintos lugares del mundo, escribió el periodista Andrea Rizzi: “…no se contemplan los desfavorecidos que más sufren las consecuencias de un cambio climático provocados por el nosotros; y un largo etcétera hasta llegar al extremo mileista, una auténtica descomposición total de la primera persona plural, en la que el Estado se desentiende de servicios sociales básicos, de la solidaridad más elemental, de la cohesión más primaria, aspirando a dejar a los individuos solos, en una fantasía de prosperidad que es en realidad la jungla (…) Las victorias del Brexit, Trump, Bolsonaro, Meloni, Milei o Wilders son una gran sístole del nosotros, que expulsa a personas de un corazón que encoge.” Justamente, decía Martín Caparrós que la campaña de Milei se dirigió siempre a “los argentinos de bien” y se preguntaba cuáles serán los de mal que se quedarán por el camino.
La base de la ultraderecha es la ira, les encanta la ira. Apelan a la ira, hablan con ira, sus propuestas se basan en la ira, entienden la vida a través de la ira. Hay votantes de esta corriente que ni siquiera entienden lo que defienden, solo se identifican con esa ira y saben que ahí está su lugar, así cuando les pregunten por necesidades concretas, tantas veces, les demuestren que votan contra sus propios intereses. Esa ira es parte del fuego que incendia el mundo, la voz que grita por el individuo todopoderoso porque detesta el nosotros y no conoce la empatía, y que puede lograr que todos seamos solo cifras. Que nos convirtamos en hielo. “Quizá la última época en la que todavía hubo un futuro fueron los años noventa, tras la caída del Muro de Berlín. Era una utopía liberal. La de la globalización feliz y la expansión imparable de los derechos humanos y la democracia”, escribió Marc Bassets hace unos días. Hoy los ultras queman todo para decir que quieren paz.
Contó Elvira Lindo la historia del hijo de sus amigos en Nueva York, que desde chico pedía una navajita para sus excursiones en la naturaleza con sus padres, pero no se la compraban porque se podía cortar. A los 14 años la compró él mismo cerca de su colegio y una “rigurosa defensora del bien” lo delató, logrando su expulsión, porque allí “no quieren tener a un niño que puede atacar a otros o autoagredirse”. Dice Elvira Lindo: “Esta experiencia ha inoculado en el chaval una desconfianza hacia el mundo, la certeza de que puedes ser castigado con una crueldad implacable a pesar de ser inocente y que a cuenta de no ver contaminado su prestigio, una escuela de ejemplares ciudadanos es capaz de confundir travesura con delincuencia. Y de esta manera esa buena gente pensará que hace algo por disminuir la terrible violencia que sacude un país lleno de almas solitarias que acumulan fusiles de asalto en los sótanos”.
Pienso en los miles de niños, madres, padres, viejos y animales —sin mencionar los árboles y casas y calles en donde ha ocurrido la vida— que estallan en este instante porque los que se dicen defensores del bien han decidido que ellos son la semilla del mal. Por haber sido paridos azarosamente en el infierno. Un infierno junto a un mar cristalino.
Ojalá la denominada defensa del bien, esos ciudadanos ejemplares cada vez más deformes, no se convierta en la expansión ilimitada del infierno.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/